Amy, la menor que desapareció en la costa ‘de los depredadores’

Su rastro se perdió la primera noche de 2008 en una urbanización de Mijas, Málaga. Menuda, de ojazos azules, tenía 15 años y demasiados hombres sospechosos a su alrededor

Gerard Couzens no conoció en persona a Amy Fitzpatrick, pero siguió muy de cerca su desaparición. El tiempo ha borrado hechos concretos, pero aún recuerda las tres entrevistas que mantuvo a lo largo de los años con los padres de la joven y la última que hizo a un investigador avezado en el caso. De los primeros guarda la impresión de su permanente preocupación, que les llevó a pedir ayuda al Gobierno irlandés y a aliarse con los McCann; del agente de la Guardia Civil, la constatación de que llegaron a un punto muerto en la búsqueda.

“Es uno de los casos más turbios que conozco”, resume el periodista sobre una desaparición de larga duración que va camino de las dos décadas. Ocurrió el 1 de enero de 2008. Inquieta por la edad de la desaparecida –15 años-, el lugar en el que se la vio por última vez -la Costa del Sol en la que años antes actuó Tony King- y el entorno de la joven. “A mí me contaron que era una niña rebelde, que estaba un poco abandonada. Los padres pasaban mucho tiempo en el pub”, revela Couzens sin intención de poner sobre ellos un foco que los mismos investigadores quitaron.

“Si hubiera pasado al revés, si el hermano de Amy hubiera muerto antes de su desaparición, quizás hubiéramos ideado un escenario diferente”, le reconoció el veterano agente al que entrevistó en 2016. Para entonces no quedaba ningún Fitzpatrick en Mijas, Málaga. A los cinco años de desaparecer Amy, su madre y su hermano estaban de vuelta en Irlanda, en compañía de Dave Mahon, el polémico padrastro que lo enturbió todo.

Irlandesa, pelirroja, de grandes ojos azules, menuda… Amy estaba a punto de cumplir 16 años cuando su rastro se esfumó para siempre en el camino que iba de la casa de su amiga Ashley Rose, en la urbanización Calypso, hasta su casa ubicada en Las Lomas Riviera Club. Apenas quince minutos. Una especie de atajo de tramos sin asfaltar, con apenas iluminación y sin viviendas o cámaras de seguridad. El escenario perfecto para toparse sin ser visto con la víctima propicia. Y Amy lo era.

“La veían deambular por las urbanizaciones, descuidada ”, rememora Couzens, que siendo británico se movió con soltura por una comunidad que la Guardia Civil llegó a calificar de esquiva. “Antes del Brexit era una zona llena de ingleses, una especie de Little England. Hasta Audrey, la madre de Amy, llevaba varios años en España y apenas hablaba español”. En ese contexto, en el que nadie vio ni oyó nada la noche de la desaparición, casi todas las miradas apuntaban a un mismo sospechoso: el padrastro. O, en su defecto, alguien de su entorno.

Amy no se llevaba bien con Dave. Así se lo contó su mejor amiga Ashley Rose a la Guardia Civil, convencida de que la joven no se perdió en el camino de vuelta a casa sino en el interior de la vivienda familiar, donde aventuró que debió discutir como tantas otras veces con su padrastro, pero que esa vez se resolvió con violencia. “Le tenía pánico”, recalcó Ashley. La teoría la sustentó en el hallazgo del teléfono móvil de Amy, que apareció un mes más tarde en la habitación de la joven, pese a que su amiga recordaba habérselo visto unas horas antes de que desapareciera durante la nochevieja que pasaron juntas. Unas piezas del puzle que no encajaron igual en la investigación.

“Si hubiera sido mi hija no le habría dejado llevar el tipo de vida de Amy”, le confesó el agente al periodista, “pero eso no significa que sus padres le hicieran daño”. Ni siquiera revisaron las piezas con otros ojos cuando años después les llegó desde la Irlanda la noticia de que Dave Mahon había matado a su hijastro Dean, el hermano dos años mayor de Amy. Ambos tuvieron una discusión en plena calle, de la que resultó muerto el muchacho de 23 años. Aun así, Audrey se casó con él. La madre de los dos hermanos ausentes llegó a definirlo como “su roca”. Juntos, ante decenas de micrófonos, ofrecieron un millón de euros de recompensa con condiciones: la pista debía llegar en el plazo de un mes. Nada pasó.

“Indirectamente se hablaba de que Amy podría haber caído en la trata”, apunta Couzens. Algunos vecinos recordaban haberla visto subirse a coches, igual que la habían visto frecuentar bares. Describieron incluso a un hombre mayor, rubio, al que la Guardia Civil identificó como ‘Lucky’, un convicto al que también descartaron.

Inevitablemente, la hipótesis de que la menor se había cruzado con un depredador sexual también se valoró. La Costa del Sol era entonces un punto caliente de delincuentes que aprovechaban el marco de las colonias de extranjeros para pasar desapercibidos. Diez años antes le había funcionado a Tony Alexander King, el británico que asesinó a Rocío Wanninkhof (en Mijas) y a Sonia Carabantes (en Coín), no lejos del lugar en el que Amy desapareció. Pero, en ese momento, estaba en prisión.

“Como policías debemos ceñirnos a los hechos y no a lo que pensamos que podría haber pasado”, le aclaró aquel investigador de la Guardia Civil de Málaga al periodista británico, que de aquella entrevista aún guarda las notas que tomó, sobre todo una que le marcó especialmente: que todos los indicios apuntan a que se trató de una desaparición voluntaria. “Y no creo que de esa línea se hayan movido”, reconoce Couzens. Lo que no quita que, de ser así, la motivación de la joven irlandesa hubiera sido la de alejarse de su conflictivo padrastro o que igualmente terminara en las garras de algún depredador. La evidencia es que no hay ninguna pista de ella. Casi 20 años después, el paradero de Amy Fitzpatrick sigue siendo un misterio sin resolver.

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