Jaén vive su tercer día de luto por la muerte de Sharit y Rosmed, dos adolescentes de 15 y 16 años. Mientras la policía investiga el fallecimiento por suicidio, familiares, ciudadanos, medios y expertos tratan de reconstruir el camino que llevó a tan fatal decisión. Fruto del shock y el dolor, estamos viendo reacciones de pérdida de confianza, estigma, miedo a ser juzgados y, sobre todo, un gran impacto.
Es la huella que deja el suicidio adolescente: profunda, duradera y muy distinta a la de cualquier otro tipo de pérdida. En 2024 hubo 76 casos entre jóvenes de 15 a 19 años, un 20% más que el año anterior, según el Instituto Nacional de Estadística (INE). Sin embargo, la cifra de los que intentaron suicidarse es superior: 4.500 anuales. El 75% son hombres, mientras que en los intentos más del 70% son mujeres, aunque los últimos casos en España rompen esta estadística.
Más del 96% de los intentos tienen como base un trastorno mental leve, la mayor parte trastornos de personalidad y relacionados con la ansiedad, ligados a factores de maduración psicológica, entorno familiar y social. Son datos presentados en un reciente encuentro organizado en Menorca por el Instituto de Salud Carlos III y la Fundación Española de Psiquiatría y Salud Mental (FEPSM), que marcó el suicidio en jóvenes y adolescentes como el evento que mayor impacto y consecuencias tiene en la salud pública, familiar y comunitaria.
“Un sufrimiento interminable”
“Para entender qué está llevando a los jóvenes a esta situación, primero debemos limpiar nuestra mirada de mitos”, advierte Jesús Rivero, psicólogo experto en conducta suicida. “El suicidio no es la búsqueda de la muerte per se, sino la huida o la supuesta solución que entiende la persona a un sufrimiento que se siente como insoportable, inescapable e interminable”.

No podemos, según dice, simplificarlo todo al acoso o al malestar, reducir una muerte por suicidio a una única causa. “Estamos ante un fenómeno multicausal donde, además de la historia de vida, la biografía de la persona en la que se explica ese sufrimiento, este sufrimiento no se da en el vacío, sino en un contexto. Por ello debemos prestar especial atención a los factores de protección social”, añade.
Rivero ve en esta tendencia creciente un riesgo real y documentado de idealización del suicidio. “Es fundamental apuntar a un sesgo romántico, que atribuye a la conducta suicida valores como valentía, heroicidad o una cualidad especial. La evidencia científica confirma que la exposición a modelos idealizados de suicidio puede desencadenar conductas de imitación en personas vulnerables. Si presentamos el suicidio de un joven como un acto de rebeldía, de amor trágico o de libertad, estamos validando la conducta en personas vulnerables que buscan identidad. El suicidio no tiene nada de romántico ni de poético, es el final de una biografía y una fuente inmensa de dolor para el entorno (supervivientes)”.
Padres sin recursos emocionales
El psiquiatra José Carlos Fuertes insiste en ello: “El adolescente que se quita la vida lo hace porque el sufrimiento no le permite imaginar el día después. No hay mañana. Solo silencio y dolor. En su cerebro no existe más”. Más que ir a la causa final, considera que el suicidio a edades tan tempranas merece un análisis profundo que empieza en la crianza de los hijos. “Predomina un discurso de permisividad, falta de autoridad, complejos a la hora de imponer límites y mucha inseguridad en los padres a la hora de gestionar las emociones de los niños y el control de los impulsos”.

Como consecuencia, el psiquiatra advierte que estamos ante una generación muy vulnerable y con muy baja tolerancia a la frustración. “Esto genera un sufrimiento que puede llegar a ser insostenible e imparable si se encuentra ante una situación de fracaso, inseguridad o acoso (peor aún si se produce a través de las redes sociales). La respuesta es un estado de ansiedad y depresión que transforma el pensamiento. Lo que ha ocurrido en Jaén o unas semanas antes en Sevilla debería hacernos pensar. El suicidio es un problema social y estructural”.
¿Se pudo prevenir?
Rivero echa en falta planes nacionales y su adecuada implementación y recursos preventivos, “entendiendo, como nos dice la OMS, que un tercio de la prevención depende de la administración pública (sanidad, educación, servicios sociales, etc.), otro tercio depende de los medios de comunicación y el último tercio del ámbito comunitario”.
El psicólogo pide también una alfabetización en las escuelas y familias que permita detectar las señales de riesgo, como cambios de conducta o verbalizaciones de desesperanza. “Rompamos el mito de que el suicidio es imprevisible y rompamos también el silencio social. El tabú impide pedir ayuda a tiempo y el miedo a ser juzgado aísla aún más al joven”.
“Lo que está fallando -añade Natalia Lorenzo, psicóloga experta en crisis y emergencias- es un sistema de prevención. Falta educación emocional real en las aulas, acceso ágil a salud mental pública, tiempo para escuchar en casa y formación para familias y profesores sobre cómo detectar señales de alarma. Los jóvenes no desean morir, desean dejar de sufrir, y cuando no ven alternativas, su pensamiento se estrecha hasta considerar esta opción como única salida”. Le preocupa especialmente que la conversación social del suicidio fluya en las redes sin filtros adecuados o desde la idealización y la épica emocional. “La adolescencia es una etapa muy vulnerable: el cerebro emocional va por delante del racional y los jóvenes son especialmente sensibles a la influencia del grupo, la identificación y la búsqueda de sentido”.


