Anorexia

“Sentía que me estaba muriendo, pero no era capaz de comer”

El mensaje de esperanza de Sara: "Diría a quienes sufren esta enfermedad que no se rindan, que siempre hay salida. Pedir ayuda es un acto de valentía"

"Pedí ayuda porque no podía sostenerme por mí misma” Lupe de la Vallina

Sara acaba de regresar a casa, con su familia, tras pasar algo más de un año ingresada en un centro de salud mental por un trastorno alimentario que estuvo a punto de costarle la vida. Cuando ingresó, pesaba apenas 33 kilos, a pesar de medir 1,65 metros. Su estado era tan crítico que los médicos advirtieron a sus padres que probablemente no superaría la noche. La estaban desahuciando de la vida con sólo 19 años. “Sentía que me estaba muriendo, pero no era capaz de comer. No tenía fuerzas para nada: no podía subir las escaleras, mis piernas no respondían… ni siquiera podía mantenerme en pie”, recuerda.

Empecemos desde el principio. Su obsesión por la comida empezó en la cuarentena. “Me sentía muy triste y sola, así que  empecé a hacer mucho deporte y a seguir una dieta por mi cuenta“, relata. Pero se le fue de las manos. “Primero dejas de tomar el desayuno, luego reduces un poco la merienda, y al final acabas eliminándolo todo. No permitía que nadie me cocinara”, confiesa.

Para evitar la comida, Sara llegó a recurrir a todo tipo de estrategias extremas. “Bebía cantidades enormes de agua, hasta el punto de sufrir una sobrehidratación que casi provocó que mis riñones dejaran de funcionar. También abusaba del café y consumía en exceso alimentos sin calorías. Podía llegar a comerme un paquete entero de chicles al día y tomar infinidad de tés. Me alimentaba prácticamente a base de líquidos y chicles. Era mi forma de engañarme, de sentir que estaba comiendo algo, aunque en realidad no ingería ningún tipo de alimento”, confiesa.

Qué guapa estás

Cuando regresamos a las calles y su entorno la vio más delgada, le repetían: ¡Qué guapa estás!.  Un comentario aparentemente inocente, pero que es dinamita para quienes sufren trastornos alimentarios. “Piensas: Si ahora estoy guapa, entoces, si hago el doble de lo que estoy haciendo, estaré aún más guapa. Para mí, un ‘qué guapa estás’ a veces significaba: has engordado”, reflexiona.

Levantaron las restricciones y volvimos a la normalidad, pero Sara continuaba encerrada en casa. “No salía con mis amigos, evitaba cualquier plan y rechazaba actividades que involucraran comida. Me daba mucha envidia ver cómo la gente podía comer sin preocuparse por ganar peso… ¿Por qué ellos sí pueden comer esto y yo no?, me preguntaba. Escondía comida a mis padres y preparaba mi cena en secreto, sin que ellos supieran lo que realmente comía. Llegué al punto de comer sola, aislándome de ellos”, confiesa.

Sus padres no eran conscientes de lo que realmente estaba ocurriendo. “Al principio pensaron que simplemente estaba haciendo una dieta, que quería perder unos kilos y nada más”, explica. Fue su hermana quien dio la voz de alarma un verano, al notar lo gravemente deteriorada que estaba, tanto física como mentalmente. “Me volví muy irascible, muy egoísta. Sólo pensaba en mí. Era extremadamente rígida con las horas. No podía permitirme pasarme ni un minuto. Si cenaba a las 20:31, ya no cenaba, o cenaba mucho menos. Pedí ayuda porque no podía sostenerme por mí misma”, reconoce.

Recuperación a base de disciplina

La ingresaron en Ita, un centro de salud mental especializado en trastornos alimentarios, en septiembre de 2023, cuando apenas se sostenía en pie. Allí, explica, los días seguían una rutina estricta. “Nos levantábamos a las 08:00h, nos duchábamos y a las 09:00 bajábamos a desayunar. Luego teníamos algo de tiempo libre y dos sesiones de terapia diarias. Hacíamos cinco comidas al día. Sólo podíamos hacer una llamada a la semana, durante una hora y 15 minutos, con un móvil con teclas. Estuve más de seis meses sin poder salir a pasear ni hacer deporte”, explica.

Las normas de comida en el centro eran muy estrictas. “Los platos tenías que terminarlos enteros. Con el primer plato, tenías que comer medio pan, y con el segundo, otro medio. Tenías que rebañar todo el plato, que no quedara ni una miga. Si se caía una miga al suelo, la reponían. Si cortabas los alimentos en trozos pequeños, te volvían a poner el plato entero. Si alguien no quería comer, todas teníamos que quedarnos alrededor de esa persona hasta que terminara. He llegado a estar siete horas sentada con una chica que no quería comer. No había opción. A veces, se podía juntar el desayuno con la comida o la merienda”, recuerda.

Ese no tener control sobre la comida -ni  sobre nada- ni poder tomar decisiones, reconoce, fue lo que la salvó. “Fue como volver a ser una niña”, explica. Al año, pudo salir a la calle y reencontrarse, durante una merienda, con sus padres. “Recuerdo esa primera comida fuera del centro. Mis padres pidieron unas tostadas con tomate y aceite, pero yo fui incapaz de echarles el aceite. El miedo me superó”, confiesa.

El impacto de las redes sociales

En el caso de Sara, al igual que en el de muchas otras chicas, las redes sociales jugaron un papel crucial en su trastorno alimentario. “Para mí, fueron uno de los principales detonantes que me destruyeron”, afirma.

Ahora, ya en casa —aunque sigue acudiendo al centro diariamente— nos cuenta con felicidad que su relación con la comida ha cambiado radicalmente. “Soy consciente de que he subido mucho de peso, pero nunca en mi vida he sido tan feliz como ahora. Salgo a comer con mis amigas, con mis padres. Celebro los cumpleaños… Siento que tengo la vida de una persona normal”.

No se ha vuelto a pesar desde hace quince meses, cuando antes lo hacía de manera compulsiva. “Me siento libre, es como si me hubiera quitado unas cadenas que no me dejaban dar ni un paso sin pensar en la comida, en el cuerpo, en cómo ingeniármelas para que mis padres no se dieran cuenta. Vivir encadenada a mi mente todo el día”, admite.

Antes de despedirse, nos pide lanzar un mensaje a todas las mujeres que están pasando por lo mismo: “Les diría que nunca se rindan, que siempre hay salida. Pedir ayuda es un acto de valentía. A nadie le importa tanto nuestro físico como a nosotras mismas. Habrá momentos en los que querremos volver atrás, pero nada es tan difícil como revivir esta enfermedad. Se puede volver a disfrutar de una Navidad con la familia”. Palabra de quien sobrevivió a la principal causa de mortalidad por enfermedad mental en la adolescencia.