Violencia Vicaria

“Mamá, diles que no quiero ir. ¿Cómo no vas a decidir tú dónde voy si eres mi madre?”

Una víctima de violencia de género cuenta el infierno que vivieron ella y su hijo cuando, tras denunciar, se estableció el régimen de visitas

Violencia vicaria

La violencia vicaria es la que un padre ejerce sobre sus hijos para hacer daño a su madre César Sánchez

A Marta (nombre ficticio) un día su novio, con el que empezó cuando tenía 18 años, la asfixió hasta que se desvaneció. Al recuperar la consciencia él repetía contrariado: “¿Qué he hecho?, ¿Qué he hecho?”. Pensaba que la había matado, pero ni tras vivir esa situación, y muchas parecidas, Marta se sentía víctima de violencia de género. “Cuesta entender lo que estás viviendo, su gravedad, crees que no encajas en el perfil, que es algo que le sucede a otro tipo de personas”, explica.

Por eso se sorprendió cuando una vecina la agarró del brazo en el ascensor y le dijo: “vivo en este piso, llámame cuando quieras, cuando lo necesites, da igual la hora. Llámame”. Y es difícil de ver, cuenta, porque empieza de forma muy sutil. Con celos, enfados, frases hirientes, insultos hasta llegar al control y acoso absolutos. Poco a poco se fue acostumbrando a un tipo de relación tóxica de idas y venidas. Él la maltrataba, ella le dejaba y arrepentido le prometía que cambiaría, que ella era su vida, que la amaba más que a nada, que se suicidaría si no volvía con él. Y le daba otra oportunidad.

“Hay un momento en el que piensas ¿Dónde está el límite? ¿Qué más me tiene que hacer para que le deje?”, pero no es tan fácil. Para Marta, el cambio lo marcó el nacimiento de su hijo. A los pocos meses de dar a luz se decidió a dar el paso. “Tenía mucho miedo, dormía agarrada a la mano de mi bebé”, reuerda. Denunció, pero no contó todos los detalles. Sólo que la amenazaba y que tenía mucho miedo por ella y su pequeño. Le pusieron una orden de alejamiento y decretaron visitas de dos horas en un punto de encuentro.

Pero nada es sencillo en la violencia de género, “estás tan destrozada psicológicamente que no eres tú”, y como suele ser habitual en este tipo de casos, al tiempo, volvió con él. Confió en sus promesas de amor y cambio que él le hacía llegar a través de terceros (no se podían comunicar) y ella, con un bebé, pensó que tenía que intentarlo, que se lo debía a su hijo.

Se consideró que corría un riesgo extremo, la recluyeron en una casa de acogida y le pusieron dos escoltas, al día siguiente, tuvo que entregar a su hijo

Pero la magia es solo una ilusión así que los golpes, gritos y amenazas continuaron. Y cuando el miedo casi no la dejaba respirar y estuvo preparada, volvió a denunciar, pero esta vez, se vació, lo contó todo. Catorce horas de declaración.

Las autoridades consideraron, dados los numerosísimos antecedentes penales de su ex pareja, que corría un riesgo extremo de gran relevancia, la recluyeron en una casa de acogida y le pusieron dos escoltas. No obstante, a las pocas horas, el mismo juez que aceptó estas medidas de protección, decretó las visitas de su hijo y, ese mismo día, tuvo que entregarlo al hombre al que había denunciado y al que el sistema consideraba un peligro andante.

Fue uno de los peores momentos de mi vida. Fue terrorífico. Me sentía culpable. Pensé que le había puesto en peligro y que podía pasar cualquier cosa. Pero a mí me obligaban a llevarlo. ¿Qué podía hacer? ¿Y si no lo llevo, me lo quitan y me condenan como a otras mujeres? Ahí tampoco estaría protegiendo a mi hijo. Nos dejan desamparadas a las madres. Afortunadamente, no ocurrió nada, pero y si llega a pasar, ¿Quién hubiese sido el responsable?”, se pregunta.

“No quiero tener padre”

El pequeño no quería acudir a los encuentros, estaba mal, se volvió agresivo, gritaba y rompía cosas. “No entendía nada. Lloraba, se revolvía, me lo han tenido que arrancar de los brazos. Llegaba sin dormir, con falta de higiene, heridas, con la ropa y sus cosas rotas, no iba al baño y al volver era lo primero que hacía. Hacía caca tres veces seguidas. Decía que se quería morir, que no quería tener padre”, rememora. La incredulidad del pequeño crecía y terminó culpando a Marta de la decisión que habían tomado otros. “Mamá, diles que no quiero ir, ¿Cómo no vas a decidir tú dónde voy si eres mi madre?”, le reprochaba. Toda su rabia la volcó en ella.

Y si cuando era un bebé y apenas podía hablar, regresaba balbuceando “mamá puta, mamá cerda”, Con cinco y seis años volvía con mensajes para ella del tipo “me ha dicho papá que le sería fácil conseguir un arma, que tiene muchos amigos cazadores” o “dice que se puede pagar a alguien para que maten por ti” incluso “dice que me va a llevar muy lejos”. “Si eso no es maltratar a un niño, ¿Qué lo es?”, se pregunta Marta.

Ante el declive del niño Marta recurrió a la Audiencia Provincial, y allí corrigieron al juez y suspendieron las visitas. No sólo eso. Le reprocharon al juzgado que si daba veracidad al relato con pruebas de Marta por qué no tenía en cuenta el riesgo que ella consideraba que corría su hijo, ¿por qué no le estaban protegiendo?

Fue un alivio. Ahí comenzó la recuperación de su hijo. Continúo el tratamiento que había empezado en la casa de emergencia con una psicóloga y su agresividad disminuyó drásticamente. La interrupción de las visitas propició que el pequeño comenzase a desbloquear sus emociones y a hablar. Y lo que contó destruyó la vida de Marta. Relató abusos sexuales. “El niño muy de pequeño me decía papá me ha tocado el pito, pero nunca se me ocurrió, por muy maltratador que fuese, para mí era algo que no se me pasaba por la cabeza. Todavía lo estoy asimilando”, recuerda.

El niño también se lo contó a los padres de un amigo, que pusieron en alerta a Marta sospechando que podría haber algo de verdad. Ella decidió llevarle al pediatra y le derivó a otra psicóloga. No le habían dado importancia, pero el pequeño tenía conductas sexualizadas en casa y en el colegio. Se frotaba objetos y se los pasaba a las niñas en el colegio y cuando estaba con adultos intentaba oler y tocar sus genitales.

Se puso una denuncia y se realizó una prueba preconstituida (se le tomó declaración para utilizarla en el proceso). Pero el perito forense no lo vio claro y declaró que el relato era “indeterminado”, que lo mismo era producto de su imaginación. Al ser un delito que se comete en la intimidad por mucho que haya pruebas periféricas, que había en cantidad, el caso se archivó.

“El punto de encuentro es como mi otro agresor. Llegas a un sitio donde piensas que te van a proteger tanto a ti como a tu criatura y es lo contrario”

Tenían otro juicio pendiente porque el padre había pedido ampliar los encuentros, y en un giro sorprendente, el Juzgado de Familia ignoró a la Audiencia y volvió a decretar visitas. La suspensión apenas duró ocho meses. Fue un mazazo para Marta, pero fue el pequeño el que peor lo llevó. No entendía nada. Me decía: “¿cómo no puedes mandar tú mamá si eres mi madre? Si dices que no voy, no voy”. “¿Cómo le explicas a tu hijo que no, que no mando yo, que el que manda es un juez?”, se lamenta Marta. Así que volvieron a las visitas supervisadas. Un trago que Marta no olvida.

Cómplices del maltrato

“Para mí el punto de encuentro es como mi otro agresor. Ha sido durísimo. Porque llegas a un sitio donde piensas que te van a proteger tanto a ti como a tu criatura y nada que ver. Es lo contrario. ¡Horrible, horrible! Me parece de lo más grave que está ocurriendo, creo que son cómplices. Si estas instituciones ejercieran bien su labor, seguramente muchos niños y muchas mujeres estarían bastante más protegidos. Hasta que no exista una ley que penalice la violencia institucional va a seguir pasando”, cree Marta.

En su punto de encuentro Marta ha vivido situaciones que no deberían haber ocurrido. Desde, que su hijo repitiese a las trabajadoras que no quería ver a su padre y omitiesen ese detalle del informe, pasando por dejar solo a su hijo con él porque salieron a atender un telefonillo, cruzarse con él existiendo una prohibición de acercamiento y hasta pedirle a ella, sin orden de alejamiento activa en ese momento, que entrase en la sala donde estaba su maltratador para animar al niño a quedarse.

Mi hijo no se siente seguro en el punto de encuentro cuando debería de sentirse seguro ahí dentro”. Siente que los técnicos invisibilizaron la violencia que estaban sufriendo y lejos de ayudarle en el proceso de sanación, la hicieron sentir culpable y peor madre. Marta se pregunta: “si estás poniendo una orden de protección a una mujer que es adulta, que tiene herramientas, madurez y que puede defenderse de una manera u otra. ¿Cómo no estás viendo el riesgo que hay para un menor? Me parece gravísimo”.

En la actualidad, se encuentra en espera de juicio desde hace más de un año, y aunque mantiene la orden de alejamiento, su riesgo ya no es extremo, sino alto. Es consciente de que nunca llegará a saber qué cosas ha vivido su hijo durante esas visitas y eso le parte el alma. Mientras, su hijo sigue teniendo que acudir a los puntos de encuentro para ver a un padre al que no quiere ver y con el que se siente inseguro.