Cuando estalla el odio, el lugar de las mujeres vuelve a ser el margen. La imagen se repite en las últimas noches. Jóvenes encapuchados lanzando piedras. Hombres corriendo, gritando, organizando cacerías nocturnas. Otros, grabando desde las aceras con el móvil en alto. Pero entre el humo de los disturbios en Torre-Pacheco, tras la agresión a un jubilado de 68 años, hay una pregunta que se repite en voz baja: ¿dónde están las mujeres?
No están en las manifestaciones improvisadas ni en las patrullas espontáneas que buscan a migrantes. Tampoco en las arengas incendiarias por redes sociales. Y, sin embargo, no están ausentes. Simplemente no ocupan el mismo lugar. “En general, el rostro de los estallidos de violencia siempre ha tenido rostro masculino”, explica la socióloga Alejandra Nuño en conversación con Artículo14. “Incluso el uso del espacio, en su conjunto, ha sido por y para los hombres”.

“Caza” al migrante
Los altercados de los últimos días en este municipio murciano han servido de escaparate involuntario de una reacción violenta que tiene nombre, rostro y patrón. El detonante fue una paliza a un hombre mayor por parte de un grupo de jóvenes, presuntamente de origen magrebí. A partir de ahí, durante varias noches consecutivas, grupos de ultraderecha salieron a la calle, atacaron locales regentados por inmigrantes y provocaron disturbios que obligaron a intervenir a los agentes.
La respuesta institucional ha sido contundente. Ocho detenidos, un aviso claro del ministro del Interior y una investigación en marcha para identificar a los organizadores de las llamadas a la “caza”. Pero en paralelo, crece la inquietud por el caldo de cultivo que lo ha hecho posible. “Hay una creciente desigualdad, una falta de salud global, un 34% de la población que no puede irse de vacaciones…”, enumera Nuño. “Hay muchos colectivos que se sienten aislados. En ese contexto, surgen narrativas que necesitan señalar un culpable. Es la teoría del chivo expiatorio”.

Masculinidad agresiva
Y ese culpable tiene una identidad clara: el migrante. En concreto, el joven migrante. Es ahí donde estalla la rabia. Y donde se impone la masculinidad agresiva, de grupo, territorial. “A los hombres se les ha educado en esta masculinidad asociada a la dominación“, señala Nuño. “No es algo biológico, es una socialización diferencial. El hombre acapara el espacio, se extiende. La mujer, en cambio, ha sido relegada. También en lo violento“.
Por eso no sorprende que, en este tipo de estallidos, ellas apenas aparezcan. No lideran las cacerías ni protagonizan los altercados. Tampoco figuran en los discursos más explícitos. Pero su ausencia dice mucho. “Históricamente, el uso del espacio público, para lo bueno y para lo malo, ha sido cosa de hombres. La mujer ha quedado al margen. Eso no quiere decir que las mujeres no participen de esta violencia, pero lo hacen desde lugares más sibilinos, más sofisticados”, añade la socióloga.
¿Y las mujeres víctimas?
Al margen de esa visibilidad, hay otra dimensión que afecta especialmente a las mujeres: la de las migrantes. Invisibles en los relatos. “El cuerpo femenino siempre ha sido campo de lo político”, recuerda Nuño. “Y en este contexto, donde no hay políticas reales de integración ni recursos suficientes, una forma de castigo es la instrumentalización de la violencia también hacia ellas”.
A ese castigo simbólico se suma el miedo cotidiano. Muchas mujeres, sobre todo migrantes, se encierran antes, evitan ciertas calles o no se atreven a responder. La agresión de Torre-Pacheco no iba contra una mujer, pero las consecuencias las sienten también ellas.
La instrumentalización de la violencia en Torre-Pacheco
Y mientras tanto, los discursos políticos hacen el resto. “La política hace tiempo que se distanció de lo que necesita la gente de a pie”, lamenta Nuño. “Hoy, todos los partidos instrumentalizan. Pero hay fuerzas que, directamente, se alimentan de esta confrontación”. Y advierte: “Estos componentes pueden incendiar aún más la falta de cohesión social”.
No lo dice solo ella. También lo dijo la mujer del hombre agredido, que desde su casa pidió que se detuvieran las cacerías. “No queremos más violencia”, exigió. En un conflicto en el que todos miran a los agresores o a las víctimas visibles, su voz es una de las pocas que aún pide parar.