Hace tiempo me enteré de que se estaba preparando la adaptación cinematográfica de También esto pasará, la novela firmada por Milena Busquets. Busqué información y los nombres de los actores protagonistas. Descubrí incluso alguna escena del rodaje. Tenía interés por conocer los detalles. El libro me había impactado mucho. Así que aguardé su estreno con ilusión, pero también con algo de desazón. Sabía lo que iba a suponer.
Cuando llegó a los cines quise ir a verla de inmediato, pero no podía hacerlo sola. Se lo dije a una amiga. A ella no le apetecía tanto. Se lo dije a otra y no podía. Lo intenté por última vez y la respuesta que obtuve fue que era demasiado intensa. Tuve que aparcarla hasta que, de pronto, el otro día apareció ante mis ojos en una plataforma.
De esta forma, regresé a la historia de Blanca, una mujer que pierde a su madre y que rodeada de sus hijos, amantes, amigos y exmaridos se va a pasar unos días de verano a la casa que su progenitora tenía en Cadaqués. Allí afronta la situación como puede. Aunque el plan no pinta mal. El entorno es idílico, con el mar de fondo y el sol inundando cada esquina. Además, hay sexo, bailes y copas de vino… Pero el sufrimiento va por dentro. En este caso, el retrato de la cotidianeidad nos lleva a alcanzar la profundidad.
La obra, en cualquier de sus vertientes, suele sacudir a aquellas personas que han sufrido una pérdida importante. La gente que no ha vivido algo así no es consciente de la suerte que tiene. Es muy difícil caminar sola por la vida. Por desgracia, creo que los huérfanos estamos curtidos para todo tipo de adversidades. Una vez se van tus padres ya nada es lo mismo. Hay un terrible vacío que no se llena con nada.
Pero no siempre es un familiar el que fallece. También lo hacen otros seres queridos. Y, con su marcha, nos van dejando marcas. A veces pienso que soy como una vasija formada por piezas exquisitas de todos aquellos que ya no están conmigo. Es lo que me viene a la cabeza cuando escucho ‘La gent que estimo’, una canción de Oques Grasses que suena en el film. “Sempre porto un tros d’ahir”, dice en el estribillo. Sin duda llevo retazos del pasado que conforman mi identidad actual.
El duelo duele. Es un proceso personal, incomprendido e imperfecto. Con el paso de los años parece que su intensidad va disminuyendo, pero nunca desaparece del todo. Puede que se termine olvidando una risa, una mirada, una voz, un gesto… Pero los sentimientos permanecen. Por eso, temes algunas fechas señaladas, como los cumpleaños. Aunque luego te des cuenta de que les echas de menos en cualquier momento y por cualquier detalle absurdo.
El duelo no siempre llega por una muerte. También se puede atravesar por un cambio de trabajo, al escuchar un diagnóstico y tener que digerirlo, porque los hijos se van de casa o una relación se rompe… Se extraña igual, pero reconozcamos que lo primero te aplasta por completo. La diferencia estriba en la rotundidad de comprender que ya no hay solución ni marcha atrás.
El duelo es el peso de una ausencia que nadie más nota. Por lo general, en momentos así no sirven de nada las palabras de apoyo o de aliento. Incluso pueden ser contraproducentes. Conviene mirar sin juzgar y con respeto a quien atraviesa una espiral que, a veces, roza la locura. Esta llega porque algo quema y sólo sabemos apagarla haciendo cosas sin sentido.
El duelo no tiene cura. Es un grito en el silencio. Se hace fuerte en el insomnio y termina transformándose en una coraza que no permites que ya nadie atraviese. Cada uno busca la forma de seguir adelante. En mi caso, me puse una máscara y en pleno desconsuelo atrapé una piedra blanca, redonda y dura. La tengo siempre cerca. En ocasiones, simplemente la aprieto. Sólo yo sé lo que significa.