El documental Líbano desarmado, dirigido por el periodista y documentalista Fernando de Haro, se presenta estos días en España como una pieza más de una larga serie de trabajos dedicados a las comunidades cristianas de Oriente Próximo. Tras recorrer Siria, Irak, Nigeria o Palestina, De Haro fija ahora la mirada en el único país de la región en el que los cristianos siguen teniendo un peso político y social decisivo: alrededor de un tercio de la población, con una presencia histórica que ha moldeado instituciones, barrio a barrio, pueblo a pueblo. En ese escenario frágil, el filme sostiene una tesis clara: si Líbano se hunde, se derrumba también uno de los últimos diques frente al caos regional.
Rodado en Beirut, en los pueblos de montaña y en las zonas bajo control de Hezbolá, Líbano desarmado combina recurso periodístico clásico —viajes, entrevistas, recorrido por ruinas de bombardeos y universidades— con una reflexión de fondo sobre religión, política e identidad. “El centro de la cuestión, y tiene mucha actualidad no solo para Oriente Próximo, es que los cristianos libaneses tienen la tentación de desarrollar una identidad defensiva de sí mismos, una identidad hecha en oposición al otro. Y esa identidad es incompatible con la necesidad de construir un proyecto nacional verdadero”, resume Fernando de Haro en conversación con Artículo14.

Cristianos como “cemento” entre comunidades
Líbano arrastra una guerra civil reciente que marcó al país hasta 1990 y un sistema político construido sobre una rígida partición confesional: el presidente de la República debe ser un cristiano maronita, el primer ministro un musulmán suní y el presidente del Parlamento un chií, según pactos heredados de la época del mandato francés y del reparto confesional posterior. Una arquitectura institucional pensada para asegurar el equilibrio, pero que, en la práctica, ha alimentado la lógica de cuotas, clientelismo y “parcelas de poder” blindadas frente al resto. En palabras de De Haro, “esa estructura no es una buena idea como punto de partida: ha llevado a posiciones defensivas y ha dejado corrupción porque la gente piensa que tiene su parcela de poder y que su misión es defenderla de las otras comunidades a toda costa”.
En ese marco, Líbano desarmado parte de una constatación que recorre tanto el filme como las intervenciones públicas de su autor: “Sin cristianos no hay convivencia entre comunidades”. El documental muestra pueblos de mayoría cristiana donde conviven también familias suníes o chiíes, barrios urbanos en los que colegios católicos están llenos de alumnado musulmán y redes de ayuda mutua que se activan más allá de las fronteras confesionales. De Haro lo formula con un dato concreto: en Líbano hay pueblos suníes, pueblos chiíes, pueblos drusos y pueblos cristianos, “pero los únicos pueblos mixtos, en los que viven cristianos y chiitas, cristianos y suníes, son los pueblos cristianos. No hay un pueblo donde vivan suníes y chiitas”.
El documental recoge testimonios de teólogos que escriben contra el sectarismo, directoras de escuela que abren sus aulas a niños musulmanes y mujeres cristianas que, durante los bombardeos israelíes, acogieron a vecinos chiíes a pesar del peso político de Hezbolá en sus zonas. “Los cristianos no han estado a la defensiva, han estado abiertos, acogiendo a los demás”, subraya De Haro al explicar la reacción de muchas comunidades durante la última escalada bélica. Esa vocación de servicio se formula también en clave política: “La comunidad cristiana libanesa no es una comunidad amenazada”, repite el filme, en un intento explícito de alejarse de la narrativa del miedo.

Contra el victimismo cristiano y la “identidad defensiva”
Uno de los ejes de Líbano desarmado es la crítica a una visión del cristianismo centrada en el agravio y la persecución. Fernando de Haro, que ha documentado situaciones de violencia real contra cristianos en países como Pakistán o la India, advierte aquí contra el uso banal del término: “A veces utilizamos la palabra persecución de una manera demasiado frívola”. En el Líbano, sostiene, no existe persecución sistemática, sino un cruce de tensiones políticas, económicas y militares donde todas las comunidades afrontan riesgos.
Desde esa certeza, el documental observa cómo parte del cristianismo libanés intenta superar la tentación del repliegue identitario. De Haro cita a un profesor libanés que condensa esa posición con una frase: “Somos minoría, ¿y qué?”. La clave estaría en abandonar la idea de que la relevancia cristiana depende de los números o de la cuota de poder y asumir que “ser cristiano es una opción libre”, no un mero estatuto legal asignado al nacer. “Cuando un libanés nace es cristiano o suní o chiita por origen, porque pertenece a una comunidad y no a otra, y por ello pertenece a un determinado derecho civil. Mi opinión es que eso desvirtúa por completo la naturaleza del cristianismo”, explica De Haro.
El filme señala que esa “identidad defensiva” tiene raíces materiales: en las últimas décadas, el peso demográfico de los cristianos ha descendido —de alrededor del 50% a en torno al 40% de la población, según diversas estimaciones—, mientras que su posición económica media sigue siendo más elevada que la de otros grupos.
El resultado es una sensación de fortaleza sitiada, la percepción de que se pierde centralidad a medida que otras comunidades ganan peso. Líbano desarmado recoge tanto ese miedo como el esfuerzo de una parte del cristianismo libanés por desmarcarse de él y vivir la fe como propuesta de convivencia, no como defensa de una identidad cerrada.

Hezbolá, crisis económica y país en el límite
Otro de los planos del documental se adentra en la realidad de Hezbolá, milicia chií que funciona a la vez como partido político, aparato armado y red asistencial. Fernando de Haro lo describe como “una república dentro de la república”: controla barrios enteros, como el suburbio de Dahiyeh en Beirut, donde la presencia del Ejército y la policía libanesa es casi inexistente. Él mismo relata que fue retenido durante horas en una comisaría de Hezbolá mientras rodaba, sin que aparecieran autoridades estatales, un episodio que ilustra el peso real del grupo sobre el terreno.
Al mismo tiempo, el filme subraya que la influencia de Hezbolá no se sostiene solo en las armas o en el respaldo iraní, sino también en la pobreza. En las zonas chiíes más deprimidas, la organización mantiene dispensarios, escuelas y estructuras de ayuda básica. “Hezbolá tiene fuerza en la medida en que atiende a gente muy pobre”, recuerda De Haro. La cuestión, concluye, es que “Hezbolá tendrá menos fuerza si el Líbano es capaz de atender cada vez más a la gente más desasistida”, algo difícil en un país sumido en una de las peores crisis económicas de su historia reciente.
Líbano desarmado no elude ese contexto. Las imágenes de barrios castigados por la inflación, la devaluación de la moneda y el colapso de los servicios básicos conviven con el recuerdo aún vivo de la explosión del puerto de Beirut de 2020, una de las mayores detonaciones no nucleares registradas, que dejó más de 200 muertos, miles de heridos y destruyó buena parte del centro de la ciudad. Por eso el Papa León XIV celebrara una misa precisamente en ese puerto —la mayor explosión “fuera de una guerra”, como recuerda el propio De Haro— adquiere en el filme un peso simbólico: convertir el lugar de la devastación en escenario de una llamada a la reconciliación.

Un laboratorio para Líbano… y para Europa
El documental se estrenó coincidiendo con el viaje del Papa al país, y esa simultaneidad refuerza una idea central: Líbano funciona como laboratorio del pasado y del futuro. Pasado, porque condensa guerras civiles, fracturas religiosas y desplazamientos que marcaron el siglo XX en Oriente Próximo. Futuro, porque muchas de las tensiones que atraviesan hoy sus calles —fragmentación identitaria, desconfianza entre comunidades, crisis económica, tentación de la política como defensa de la “parcela propia”— resuenan también en Europa.
“En Europa nos estamos convirtiendo en sociedades cada vez más fragmentadas. No por confesiones, sino por razones diversas: políticas, de lengua… El gran reto va a ser cómo sostener un proyecto común en ese paisaje de identidades tan exacerbadas”, señala De Haro. En ese marco, el papel de los cristianos en el Líbano se presenta como metáfora y advertencia: pueden optar por una identidad defensiva que agrave la fragmentación o por una presencia abierta, capaz de servir de puente entre quienes no se reconocen mutuamente.
En la película, esa disyuntiva no se formula en términos abstractos. Aparece en la decisión concreta de acoger o no a los vecinos chiíes bajo las bombas, en la manera de gestionar las escuelas y universidades, en la resistencia a ceder al relato de “comunidad amenazada” que se repliega sobre sí misma. La idea que recorre Líbano desarmado es que de esa opción dependerá no solo el futuro de los cristianos libaneses, sino en buena medida el de un país que sigue siendo, a pesar de todo, uno de los pocos espacios donde la convivencia entre comunidades religiosas sigue siendo posible en Oriente Próximo. Y, en la lectura de De Haro, uno de los últimos diques frente a una región que corre el riesgo de deslizarse hacia el caos.

