La cultura audiovisual ha sido, desde sus inicios, una maquinaria de fabricación de deseos, modelos afectivos y mitologías contemporáneas. El modo en que el cine representa el amor y la pareja no es inocente: ha contribuido, generación tras generación, a fijar ideas sobre qué significa querer y ser querido. En ese relato hegemónico, una figura ha persistido con un magnetismo casi inevitable: la del hombre violento interpretado como apasionado, complejo o herido, cuya agresividad es presentada como parte de su encanto o como consecuencia de una vida excepcional. En el contexto del 25N, Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, se hace necesario examinar cómo estas narrativas han contribuido a normalizar comportamientos que, fuera de la pantalla, constituyen formas claras de maltrato físico, psicológico o emocional.
Una de las vías más extendidas de esta romantización ha sido la figura del genio torturado. En numerosas películas, el talento aparece como una coartada estética para justificar el maltrato. En Whiplash (2014), el profesor interpretado por J.K. Simmons ejerce una violencia psicológica sostenida sobre sus alumnos bajo la excusa de la excelencia artística. Aunque el film no oculta el carácter destructivo de su método, gran parte de la recepción pública tendió a interpretarlo como un icono del rigor y la exigencia, borrando el componente abusivo de su conducta. Algo similar ocurre con El hilo invisible (2017), donde la delicadeza formal oculta a ratos la contundencia con la que el modisto Reynolds Woodcock controla, manipula y asfixia emocionalmente a quienes le rodean. La película se adentra en esta dinámica sin celebrarla, pero la figura del artista genial ha contribuido históricamente a suavizar lo que, en otras circunstancias, se leería como comportamiento coercitivo.

Junto a esta figura del creador atormentado, el cine ha cultivado el mito del hombre que “ama demasiado”. Se trata de una narrativa que asocia celos, control o conductas impulsivas a la intensidad emocional. Títulos como Revolutionary Road (2008) muestran con precisión la frustración y la violencia doméstica en el hogar de los protagonistas, aunque gran parte de la atención se desplace hacia el drama masculino y la imposibilidad de cumplir las expectativas sociales. En A Star Is Born (2018), la dependencia emocional, la autodestrucción y el efecto devastador que ejercen sobre la protagonista se abordan desde un prisma romántico que atenúa la dimensión dañina de esa relación. El cine ha tendido a colocar la mirada en el dolor del hombre, relegando el impacto sobre la mujer a un plano casi anecdótico o integrándolo como parte del sacrificio propio de una gran historia de amor.
Esta mitología romántica incorpora también la figura de la mujer redentora, una constante narrativa según la cual la protagonista asume la misión emocional de “salvar” al hombre de sus propios demonios. En La bella y la bestia, tanto en sus versiones clásicas como recientes, el amor femenino se presenta como fuerza capaz de transformar al monstruo. En Cincuenta sombras de Grey (2015), la vigilancia, el control y la desigualdad en la relación se enmarcan en un contexto de erotización de la sumisión que difumina la frontera entre consentimiento y presión emocional. La idea de que una mujer puede, o debe, soportarlo todo para que él cambie, se inserta en un patrón cultural que normaliza el sacrificio femenino como parte inherente al vínculo amoroso.

La violencia simbólica, por su parte, aparece envuelta en imágenes refinadas que la convierten en un gesto estético. En ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966), la crueldad emocional se integra en el juego verbal y la brillantez interpretativa, transformando la agresión psicológica en un duelo intelectual. Más delicado aún es el caso de El último tango en París (1972), cuya escena de agresión sexual fue filmada sin consentimiento de la actriz y más tarde celebrada por la crítica como transgresión cinematográfica. Estas operaciones culturales permiten comprender que la romantización del maltrato no se limita a los argumentos, sino que también atraviesa formas de producción y dispositivos de mirada.
En los últimos años, el cine ha empezado a revisar estos códigos desde perspectivas que desmantelan los mitos tradicionales. The Invisible Man (2020) convierte la violencia psicológica y el control tecnológico en un mecanismo de horror explícito, desplazando la atención al miedo sostenido de la protagonista. Custodia compartida (2017) muestra con una dureza infrecuente las consecuencias reales de un padre maltratador tras el divorcio, destacando la continuidad del terror incluso cuando la relación sentimental ha terminado. Promising Young Woman (2020) se centra en la complicidad estructural que protege al agresor, planteando una reflexión sobre la cultura que minimiza la responsabilidad masculina. En estos relatos, la cámara abandona el punto de vista del hombre atormentado y se desplaza hacia las experiencias de las mujeres, devolviendo claridad a situaciones que habían sido envueltas en sintaxis romántica.

La relevancia cultural de estas representaciones es indudable. El cine no genera por sí mismo la violencia, pero sí participa en la creación de los imaginarios que la sostienen o la cuestionan. La forma en que una película representa los celos, el control o el sufrimiento femenino incide en cómo esas conductas se perciben socialmente; de ahí que sea tan relevante que Luca Guadagnino haya decidido tirar por tierra el #MeToo con la película Caza de brujas. Cuando la narrativa suaviza la agresión para volverla romántica, contribuye a confundir intensidad con amor; cuando retrata la manipulación como herida emocional masculina, reduce la experiencia de la mujer a un daño colateral. Y cuando una protagonista asume la tarea de salvar al hombre, perpetúa la idea de que el sacrificio es una cualidad inherente al amor femenino.
El 25N permite volver la mirada hacia estas tradiciones estéticas y narrativas que han atravesado décadas de historia cinematográfica. No se trata de señalar películas concretas, sino de identificar los patrones que, repetidos una y otra vez, construyen un marco simbólico donde la violencia puede confundirse con pasión. Revisar estos relatos no implica censura ni renunciar a obras complejas, sino ampliar la capacidad crítica para comprender cómo la cultura moldea los vínculos afectivos. En esa tarea, el cine tiene aún mucho que decir.


