El lenguaje como arma de violencia: “muere una mujer”, “crimen pasional”, “ella había denunciado”

Las palabras que nombran la violencia machista no son neutrales: construyen imaginarios, moldean responsabilidades y revelan la forma en que una sociedad decide mirar (o no mirar) la desigualdad

Durante décadas, los medios de comunicación han sido un espejo deformante en la forma de nombrar la violencia contra las mujeres. Mucho antes de que existieran protocolos, guías de estilo o campañas institucionales, los periódicos y los informativos televisivos consolidaron un vocabulario que convertía los asesinatos machistas en dramas íntimos, sucesos aislados o tragedias irracionales sin responsable claro. Se hablaba de “crimen pasional”, “arrebato de celos”, “un hombre enloquecido”, o, en versiones aún más antiguas, de “drama doméstico”, expresiones que desplazaban la responsabilidad del agresor hacia abstracciones como el amor, la locura o el destino. El lenguaje funcionaba así como un mecanismo de neutralización: no se nombraba la violencia, no se nombraba el machismo, no se nombraba el patrón. Las palabras construían un relato en el que el agresor desaparecía detrás de una cortina de eufemismos.

El giro hacia fórmulas como “ella había denunciado” introdujo otro desplazamiento significativo. La frase, en apariencia informativa, señala un hecho verificable: la víctima acudió a la policía. Sin embargo, su repetición sistemática crea un subtexto que desplaza la carga hacia la mujer: denunció, pero no sobrevivió. El foco se coloca sobre su acción —o sobre su supuesta inacción— y no sobre la responsabilidad institucional o la conducta del agresor. La frase no dice que él incumplió una orden de alejamiento, que él quebrantó un límite, que él decidió matar. Dice, en cambio, que ella había alertado; y al hacerlo sin contexto ni análisis, convierte la denuncia en un gesto narrativo insuficiente, casi en un marcador de fatalidad.

Los jóvenes temen que les acusen falsamente de violencia de género
KiloyCuarto

Ambas expresiones, aunque pertenecientes a épocas distintas, revelan una continuidad: el lenguaje no es solo un instrumento para contar la violencia, sino un arma que puede ocultarla, justificarla o desplazarla. Durante mucho tiempo, el periodismo habló de “crimen pasional” como si la emoción invalidara la violencia. La pasión era un atenuante estético. Se asumía que los celos eran una explicación verosímil, casi un rasgo cultural. El problema, sin embargo, persistió incluso cuando esos términos comenzaron a cuestionarse. Cambiaron las palabras, pero no siempre cambió el marco interpretativo.

A estos giros se sumaron otras expresiones que funcionaron como auténticos desvíos de significado. Durante años fue habitual leer que la víctima “murió” o “falleció” sin mencionar al agresor, como si la muerte hubiera ocurrido por causa propia o por simple infortunio. El lenguaje transitaba así hacia una forma pasiva que borraba la acción violenta y, en ocasiones, la sustituía por metáforas meteorológicas o accidentes: “una discusión se torció”, “la situación se descontroló”, “la relación acabó en tragedia”. Estas fórmulas, aparentemente neutras, diluían la existencia de un sujeto activo y convertían el asesinato en un acontecimiento espontáneo, casi inevitable.

También persistieron titulares que utilizaban la ruptura sentimental como argumento explicativo. Expresiones como “ella quería dejar la relación”, “habían discutido por celos” o “él no aceptaba el final” se empleaban como motivos narrativos recurrentes, insinuando que el detonante del crimen residía en una decisión emocional de la mujer. El relato sugería así que el homicidio era consecuencia directa de una tensión afectiva, cuando en realidad la ruptura suele ser el momento de mayor riesgo para una víctima. Este recurso transformaba una estructura de poder y desigualdad en un conflicto entre dos, reduciendo la violencia a un desacuerdo de pareja que desemboca en un desenlace “extremo”.

El lenguaje que pone a prueba el sistema

En la actualidad, la narrativa de “ella había denunciado” funciona como un reflejo de la preocupación social, pero también subraya los fallos estructurales. Cada vez que aparece en un titular, se activa una pregunta tácita sobre la eficacia del sistema. Sin embargo, al repetirla sin análisis, el discurso transfiere una parte de la responsabilidad hacia la víctima, como si hubiera un patrón de comportamiento que ella no logró completar con éxito o como si la denuncia fuese la última línea de defensa posible. A menudo falta el marco: ¿existían órdenes de protección? ¿Hubo seguimiento policial? ¿Qué ocurrió con el entorno del agresor? ¿Qué mecanismos fallaron? La frase, aislada, deja huecos que el lector rellena con intuiciones y prejuicios.

Un maltratador con orden de alejamiento y pulsera estampa su coche contra un muro y asesina a la hija de su expareja
KiloyCuarto

Este modo de nombrar la realidad tiene efectos directos. El lenguaje influye en la percepción social de la violencia machista, determina las formas de indignación pública y condiciona el debate político. Cuando la prensa utiliza expresiones imprecisas o eufemísticas, contribuye a reforzar la idea de que los asesinatos son episodios imprevisibles, ajenos a una estructura machista que los posibilita. Y cuando coloca el foco en la denuncia de la víctima sin mencionar la cadena institucional que no actuó, deja fuera a los actores esenciales del relato.

En los últimos años, parte del periodismo ha empezado a asumir que nombrar correctamente es una forma de reparación. Expresiones como “violencia machista” o “asesinato por violencia de género” introducen un marco político que reconoce el carácter estructural de estas muertes. No se trata únicamente de precisión terminológica, sino de situar el fenómeno dentro de una lógica que va más allá de la pareja y que refiere a desigualdad, control, posesión y poder. En este sentido, los cambios en el lenguaje acompañan cambios legislativos, educativos y culturales que buscan desarticular la normalización del maltrato.

Este proceso no está exento de tensiones. Todavía perviven titulares que suavizan la agresión —“disputa que acaba en tragedia”—, noticias que mencionan la ruptura como posible detonante, o relatos que incluyen detalles irrelevantes sobre la víctima que humanizan selectivamente su figura pero no la violencia que sufrió. Al mismo tiempo, la presencia constante de fórmulas anticuadas sin contexto muestra la dificultad de narrar la violencia sin convertirla en un ritual informativo que termina perdiendo su sentido crítico.

TAGS DE ESTA NOTICIA