Decir que Peaky Blinders es una serie sobre cortes de pelo sería reductivo, porque también trata de abrigos largos que a menudo ondean al viento mientras, desde su banda sonora, el sonido guitarrero de Arctic Monkeys o de Jack White se propaga rugiente a través del aire de las Tierras Medias inglesas. También ofrece ideas sobre la amistad, la familia y el trauma –y sobre cómo esas cosas cambian con el tiempo, o no– resumidas a través de frases de diálogo que parecen cuidadosamente diseñados para nutrir Instagram.
A lo largo de sus seis temporadas, la serie contempla cómo una banda criminal de Birmingham pasa a convertirse, a su pesar, en parte de la alta sociedad; su líder, Thomas Shelby –brillantemente interpretado por Cillian Murphy–, completa ese recorrido convertido en miembro del Parlamento tras haber construido un imperio clandestino y transformar después la mayoría de sus actividades ilegales en lucrativos negocios aprobados por el gobierno. En el proceso lo vemos ganarse la confianza de Winston Churchill y desempeñar un papel desmesurado en la política británica; en un momento de la sexta temporada hasta parece tratar de determinar el futuro político del mundo entero.

A lo largo de ese periplo, eso sí, hay algo que nunca cambia: esas largas escenas en las que Tommy, sus hermanos y sus secuaces salen de un coche o escapan a paso firme de una explosión –todo eso a cámara lenta– mientras una canción de blues rock suena a todo volumen. El vínculo entre los miembros del clan es lo que da energía a la serie. Si los Peaky Blinders no son bienvenidos en un club nocturno, toca montar una pelea en su interior; si el encargado de un pub trata mal a dos de sus miembros, la banda quema el local. Y así siempre.
Mientras retrata la evolución de la familia, la serie funciona a modo de estudio sobre el poder y sobre cómo ejercerlo a lo largo del tiempo. Tommy siempre ha sido socialista, pero llegado el momento ha ascendido en la escala social hasta codearse con fascistas de esmoquin; en el proceso lidia con los traumas que él y los suyos trajeron de los campos de batalla europeos, donde lucharon en la Primera Guerra Mundial, y con el paso de los episodios se va transformando en una mezcla de Tony Soprano y el Liam Neeson de la trilogía Venganza: un gánster introspectivo que lucha sobre todo contra sí mismo.
Pero, dado que la serie tiene vocación de complacer al público, Peaky Blinders nunca pierde de vista a los enemigos del jefe Shelby. La premisa de cada una de sus temporadas es más o menos la misma: la banda encuentra un nuevo grupo al que vencer, luego ocurre una traición repentina pero inevitable y, finalmente, Tommy urde un plan para salvar el pellejo, solucionar el problema y ganar más dinero –a veces todo a la vez– mientras sigue enfrentándose a sus demonios y buscando una redención que quizá sea imposible. Sí, es una serie predecible, pero siempre cumple lo que promete y nunca exige demasiado esfuerzo al espectador.

Es cierto que algunos de sus elementos argumentales rozan el absurdo o la parodia, como por ejemplo la capacidad sobrehumana de Tommy para escapar del peligro o de otros personajes para resucitar en cualquier momento, o la frecuente aparición por sorpresa de Tom Hardy en la piel de un mafioso judío que dice cosas como: “Mi primo pequeño nació ciego y ahora dono una considerable suma de dinero a una organización benéfica que da perros con ojos a judíos ciegos”; sin embargo, la serie nunca se convierte en una broma, en gran parte gracias a su autoconciencia.
En cualquier caso, quién hace qué a quién no es realmente lo importante en Peaky Blinders, lo importante es la atmósfera y la poesía lúgubre que sus escenas transmiten. Además, sus inconsistencias argumentales tienen sentido en el universo que la serie ha construido: un inframundo en el que la lógica y el realismo quedan en segundo plano frente a los lazos familiares, a un retorcido sentido de la lealtad y a la certeza de que, aunque los Shelby hagan cosas terribles, las personas a las que se enfrentan son peores.
Si cualquiera de los millones de espectadores de la serie se pusiera en la piel de Tommy, probablemente se arrepentiría de hacerlo en menos de dos minutos; pero es indudable que el tipo luce de lo más cool cada vez que arroja una colilla al suelo, y eso explica que en el transcurso de la emisión original de la serie –entre 2013 y 2022– muchos fans quisieran parecerse a él. A muchos de ellos, Peaky Blinders les proporcionó un modelo de estilo y catálogo de lecciones vitales cuestionables porque, como Don Draper, Gordon Gekko o Jay Gatsby, Tommy Shelby es un personaje es fácilmente malinterpretable y convertible en figura aspiracional por jóvenes que solo quieren tener su mismo corte de pelo y tanto dinero como él. Sea como sea, es uno de los personajes más icónicos que la televisión ha dado reciente; y por eso es lógico que, a medida que avanzan las temporadas, la serie dependa cada vez más de él y del magnetismo que Murphy exuda al interpretarlo.
Desde hace tiempo se sabe que Peaky Blinders tendrá continuación en forma de película, y saberlo quizá arruine parte de la diversión a quienes decidan verla ahora por primera vez en cuanto que deja claro que, al final de su última temporada y a pesar de todos los peligros que afronte. Es posible, eso sí, que esa continuación cinematográfica cierre los numerosos cabos sueltos que la serie acaba dejando… o quizá no. Lo que no parece estar en duda es que, como su precedente televisivo, la película se esforzará por anunciar a gritos sus temas y objetivos, que será oscura –habitualmente hasta lo risible– y a menudo cruel, y exagerada hasta niveles folletinescos, y que sus personajes dedicarán menos energía a parecer humanos que a existir de forma exclusivamente arquetípica. Y, si se les pregunta, los fans sin duda dirán que no la querrían de ninguna otra manera.


