Hace unos días –como a ti y como al mundo entero– me llegó un extracto de la desconcertante primero, desopilante después, declaración del músico David Sánchez, a.k.a. David Azagra, ante la jueza Biedma, que instruye el caso en relación a unos presuntos delitillos contra la Administración y la Hacienda Pública, tráfico de influencias, prevaricación y malversación, unos pican y otros, non. Vamos, un “quítame allá esas pajas” en toda regla.
Antes de analizar –es un decir– las patafísicas palabras del director de orquesta, con la venia de Su Señoría, tengo que argumentar, en descargo del Sr. Azagra, que todo aquel que haya tenido el dudoso privilegio de declarar, aunque sea un mirlo blanco, en calidad de testigo en un juicio –ya no te digo imputado–, se siente, como mínimo, abrumado ante tanta pompa, ese boato judicial, esas togas de La Espejera que parece que van a arder al acercarles un mechero.
Si eres un outsider de la judicatura, usuario poco habitual de sus frías salas, sentirás el peso de la ley sobre la cabeza: todo el interiorismo de la magistratura asusta y ya solo el entrar ahí, bajo la espada de Damocles en forma de foto del Rey, cuerpo deformado por esos micrófonos colocados por Umpalumpas, le dan ganas a uno de confesar que sí, joer, que fui yo quien mordió la puñetera manzana del Paraíso y que Diez años en Sing-Sing, si es con Los Nikis, tampoco es para tanto.

El hermano de Pedro Sánchez, David Sánchez, a su salida en coche tras declarar en los juzgados en Badajoz este jueves.
Dicho esto, cualquiera que no tenga el cerebro de esparto y lo reflejos del gusano de la seda se prepararía un poco el interrogatorio, digo yo, al menos para juntar dos sílabas: “ma-má”, “pa-pá”, “ne-ne” o “ca-ca”. “Lu-gar de tra-ba-jo”. Perdón, estas son cinco sílabas. En fin, que, si no fuera porque es real como la vida misma, uno diría que el vídeo parece creado por algún talentoso editor, acérrimo losantosiano, con mucha sorna, tiempo libre y sampleando con IA la voz del presidente Sánchez, Pedro, para crear así el chiste jurisprudente de todos los tiempos.
Y aunque parezca increíble, la única explicación que yo encuentro está en algo tan prosaico como la abulia o la pereza: la de Mr. Azagra y, lo que es peor, la de su abogado, que supongo habrá cobrado su minuta por no hacer nada, en el sentido más nihilista del término. El concertista hubiera quedado mucho mejor contestando al estilo del exministro Barrionuevo a aquella pregunta del juez del caso GAL, sobre si conocía o no la existencia de dicha banda: “No tengo consciencia de ello”, respuesta digna de una criatura de David Lynch, al que muchos lloramos estos días.
Abulia, holgazanería, pereza, desgana, vagancia, gandulería, el más venial de los pecados capitales, a mi modesto entender. Pero no para John Doe (Kevin Spacey), el “malo” de la película Seven.
30 años de Seven
Entre muchas cosas, en este 2025 que acabamos de desempaquetar, se cumplen treinta años del estreno de Seven, o Sev7n, en su representación gráfica comercial, una de las obras maestras del último cuarto de vida de este arte cinematográfico. Ahora que todo dura lo que un canuto en la rave de Ciudad Real, conviene recordar la patada en la boca del estómago que supuso la entrada de su creador, David Fincher, en el establishment de Hollywood, a la manera de un elefante en una cacharrería y cómo logró imponer, sin tutelas ni tutías, su visión y renovación del cine comercial, ese que tanto prestigia a la industria estadounidense, creando no solo un artefacto magistral en su inventiva, sino convirtiéndolo en el filme fundacional para todo el noir policíaco que ha venido después. Claro que, en 1995, eso no lo sabíamos.

La famosa escena final de ‘Seven’, con Brad Pitt, Kevin Spacey y Morgan Freeman
Lo que sí sabíamos, porque todos fuimos a verla, es que, por esa ciudad imaginaria, trasunto del L.A. lluvioso de Blade Runner, andaba suelto un temible asesino en serie, un cacanarro que tomaba por excusa los siete pecados capitales para cometer unos crímenes teatralizados, atroces en su ejecución, con una puesta en escena tan sórdida y macabra nunca antes vista en una sala de cine. En todo el magisterio de Seven se dejaba intuir el comienzo de algo nuevo, aún en estado fetal, indefinible: treinta años después, su ética y estética se nos aparecen igual de sólidas y modernas, describiendo la dejación moral y actitud histérica de nuestra era.
Y en un perfecto diálogo consigo misma, Seven nos habla de esos pecados capitales, epítomes de la decrepitud, símbolo del fin de una época más posibilista –y posiblemente también más ingenua–, la de los años noventa, que da paso a una cínica, oscura y líquida, empachada de sí misma, al igual que la primera víctima de Doe, el pecado de la gula, representado en un hombre obeso al que obliga a comer hasta morir. Por lo menos este murió comiendo, a diferencia del de la pereza, probablemente el crimen más truculento de todos –junto con la envidia y la ira, obviamente y sin hacer spoiler de un final que, recordándolo mientras escribo, aún me pone los pelos y el alma de punta–: el amigo John le cuece tanto el cerebro al pobre camello que éste no es capaz de decir a los detectives Somerset (Morgan Freeman) y Mills (Brad Pitt) ni siquiera quiénes eran sus subordinados y mucho menos dónde estaba su despacho.
Seven nunca quiso ser moderna y por eso siempre será un clásico, como la corrupción en España.
P.D. No he contestado a la pregunta. ¿Qué hubiera hecho John Doe con David Sánchez si hubiera sido presidente de la Diputación de Badajoz? Ni idea, lo mismo darle un puesto de jefe sin subordinados y en una oficina que no existe. Eso sí que suena terrorífico.