El carácter de los españoles. Es cierto que muchos ciudadanos lo pasaron mal, pero también hubo quien decidió tomarse una cerveza para olvidar que, a lo mejor, había llegado el fin del mundo. Por eso, las terrazas estaban llenas de gente. Está claro que nuestra forma de ser ayuda a sobrellevar las crisis.
La solidaridad. Una vez conocida la noticia, la ayuda fue en cadena. En los trabajos se organizaron grupos para regresar a casa. Los coches iban repletos de compañeros a los que se les acercaba hasta donde lo permitía el serpenteante atasco. Los desconocidos se detenían por la calle a preguntarte si ibas bien y los vecinos llamaban a la puerta por si necesitabas algo. Todos nos preocupamos por las señoras mayores que hay en nuestros edificios. Los gestos de humanidad se multiplican en momentos difíciles.

La desconexión total. El teléfono no funcionaba. Las redes sociales, tampoco. Una amiga me dijo al día siguiente que ella pagaría por estar de nuevo incomunicada durante horas. Se sentía liberada. Le comenté que podía repetir la experiencia en un retiro espiritual, pero no le gustó la idea. La cuestión es que muchas personas se vieron forzadas a elevar los ojos del móvil y se pusieron a hablar entre ellas. Eso es cercanía.
La vuelta a la radio con pilas. Fue llamativo vernos arremolinados alrededor de un transistor. Como siempre terminó convirtiéndose en el medio de comunicación más eficaz y fiable para informar sobre todo lo que estaba aconteciendo. Ya no podemos con más jornadas históricas, pero nos gusta enterarnos de cada detalle. Cuando habló el responsable de Red Eléctrica se hizo un gran silencio. Las caras de asombro y los cuchicheos recordaban a esas noches de cotilleo que se pasan en el pueblo a la fresca.

Tranquilidad frente a la incertidumbre. Podíamos habernos contagiado del caos reinante y haber perdido los papeles con graves consecuencias, pero la mayoría supo mantener la calma. También se exhibieron grandes dosis de paciencia. Está claro que no lo podemos controlar todo, pero sabemos gestionarlo. Si esto fuera un ensayo para afrontar algún tipo de catástrofe, diríamos que lo hemos superado con nota.
Las velas. Se recuperó ese elemento decorativo que tenemos arrinconado en la estantería. Las linternas también cobraron protagonismo. De pronto, en cada vivienda tintineaba una llama anaranjada. Nadie podía poner la tele y ver una película. Así que en algunos dormitorios se narraron cuentos como en otra época. Los pequeños escucharon todo tipo de aventuras envueltos por tenues reflejos.
Teletrabajo sin trabajo. A algunos les fue imposible desarrollar su labor. Había sitios con generadores, pero no era lo común. Muchos profesionales vieron que, a diferencia del confinamiento, no se podía hacer nada desde el salón. Poco podían avanzar en sus tareas porque los sistemas iban y venían o desaparecían por completo. El apagón impuso una pausa.
Redescubrir el ocio. Las horas pasaban lentas y había que entretenerse. Así que las calles nos ofrecieron una imagen muy distinta. Muchas personas paseaban, bailaban, jugaban a las cartas o al fútbol. Los libros reemplazaron a las pantallas. En algunos sitios se vivió incluso cierto ambiente festivo. Se formaron grupos y, al volver la luz, irrumpieron en aplausos y hasta gritos de alegría.
Improvisar un picnic. Las vitro se quedaron apagadas. Todo frío, no se podía calentar nada. Así que a comer bocadillos. En las mesas se improvisaban picoteos para compartir con los demás. Las tarjetas bancarias no funcionaban y había quien te prestaba dinero en metálico o te invitaba.
El cielo. Pudimos mirar hacia arriba y contemplarlo inmenso, azul y terriblemente brillante. Fue una jornada soleada. Tardó en llegar el ocaso y, al anochecer, era tal la negrura que en la ciudad se podían ver las estrellas. Bastaba con asomarse a la ventana.
España se quedó a oscuras el lunes 28 de abril a las 12.33 horas y de hiperconectados pasamos a reconectar con nosotros mismos.