Cuando se fue la luz, lo primero que hicimos fue maldecir. Porque el router murió como un soldado en combate y el móvil empezó a sudar batería como si le fuera la vida. Y en cierto modo, le iba. Nos iba.
Durante las primeras dos horas, la mayoría de nosotros caminamos por la casa como esos ratones de laboratorio que tocan una palanca esperando comida. Íbamos de enchufe en enchufe, de interruptor en interruptor, esperando que la tecnología volviese a darnos sentido. Y no volvía. Porque lo que había caído no era una bombilla, era un mundo. El nuestro.
Y entonces, como si alguien nos hubiese quitado un velo de neón de los ojos, empezamos a vernos. En casa, alguien preguntó: “¿jugamos a algo?” Y no era una app, era un dominó. En la calle, los rostros empezaron a levantarse. No por indignación, sino por costumbre olvidada: la de mirar al prójimo. En el metro, sin móviles que devorar, nos enfrentamos al espejo más implacable: el de los ojos ajenos. Fue breve. Pero bastó.
Los abuelos, que no estaban tan asustados, sacaron sus linternas con cinta aislante y sus recuerdos con fecha. Dijeron: “Esto antes pasaba. Y no se moría nadie.” Se referían a cuando el tiempo tenía el ritmo del sol, y no del scroll. A cuando ir a ver a alguien era más importante que escribirle un emoji.
Y hubo algo casi milagroso en ver que el mundo, sin WiFi, aún podía funcionar. Que las conversaciones no requerían conexión bluetooth, y que el silencio no era enemigo sino padre de la pausa. Hasta en los bares se notó: los camareros servían cafés en lugar de claves de WiFi. Y los clientes, privados de refugio digital, se ponían a hablar. Con desconocidos. Con sus hijos. Con ellos mismos.
La pregunta que muchos nos hicimos cuando volvió la luz no fue por qué se fue, sino si no estaría mejor así. Vivimos tiempos en los que estar desconectado es una herejía. Pero quizás lo verdadero sea precisamente eso: recuperar lo antiguo. No con nostalgia idiota, sino con memoria sabia. Volver a caminar sin GPS, a llamar al timbre sin avisar por WhatsApp, a leer un libro sin ver cuánto queda.
Quizás el apagón fue un ensayo general del mundo que vendrá. O el recordatorio del que dejamos atrás demasiado deprisa. Como cuando uno encuentra una carta vieja en un cajón y piensa: “Qué bien escribíamos antes”.
Y no se trata de quemar los móviles ni de irnos todos a una cabaña en los Pirineos. Se trata de encender, de vez en cuando, la linterna de la atención. De mirar más, tocar más, hablar más. Y de recordar que, a veces, los grandes avances empiezan con un corte: de luz, de ritmo, de pantalla.
Quizás sea hora de vivir un poco más como nuestros abuelos. Y un poco menos como nuestros algoritmos.