El acuerdo fiscal entre el Gobierno de España y la Generalitat de Cataluña no es un simple trato financiero: es un hachazo directo a la nación, un golpe a la igualdad entre españoles y una rendición vergonzosa ante el chantaje. Este pacto rompe la solidaridad, dinamita el principio constitucional de justicia territorial y nos convierte, sin rodeos, en peores españoles a todos. No es una exageración: es el final práctico del Estado como garante de equidad entre sus ciudadanos.
El artículo 14 de la Carta Magna es claro: todos los españoles somos iguales ante la ley. ¿Dónde queda esa igualdad? ¿Qué queda del espíritu constitucional cuando arrodillarse al chantaje se convierte en el único método de gobierno posible?
La Constitución de 1978, refrendada masivamente por los españoles, estableció un marco de convivencia basado en la libertad, la justicia y la igualdad. Hoy, ese edificio tiembla. La concesión de un pacto fiscal a Cataluña, al margen del sistema común, rompe el equilibrio sobre el que se construyó nuestra democracia. No es una mejora técnica del modelo. Es un privilegio que perjudica a todos. Es un comprar tiempo en Moncloa a cuenta del dinero de todos.
Aragón, históricamente, participó activamente en la construcción de lo que hoy es España. Los aragoneses, durante siglos, supimos entender que, por encima de nosotros, había una aspiración común que nos haría más grandes desde la pluralidad, desde la diversidad, desde el compromiso común. Poreso, desde Aragón, esta maniobra se percibe con especial dolor.
Somos, como la mayoría, una comunidad fiel, generosa, que nunca ha reclamado privilegios, sino justicia. Nunca ha dejado de reclamar lo suyo, pero siempre ha sido solidaria. Una comunidad envejecida, con zonas despobladas, que lleva décadas esperando infraestructuras básicas. ¿Quién responde por nuestras carreteras rurales, por los centros de salud dispersos en comarcas olvidadas, por las escuelas que sostienen la vida en pueblos pequeños?
Mientras otros chantajean, Aragón cumple. Mientras algunos negocian a puerta cerrada cuántos impuestos pagan, Aragón contribuye con lo que le corresponde. Y cuando se rompen las reglas, lo pagamos doble: en recursos que no llegan y en agravios que se acumulan.
Y es que este nuevo chantaje y consiguiente cesión no solo es económicamente injusta, es moralmente corrosiva. Porque la nación no solo se sostiene con presupuestos: se construye con símbolos compartidos, con principios que nadie puede pisotear sin consecuencias. Permitir que una comunidad se sitúe por encima del resto es dinamitar el pacto constitucional. Es renunciar al proyecto común de una España plural y diversa, que debería ser ejemplo como nación de ciudadanos libres e iguales.
Y peor aún: aceptar esta lógica es asumir que el chantaje es rentable, que ser desleal tiene premio, que quien más ruido hace más consigue. Es una traición al mandato constitucional, una derrota del sentido común y un desprecio absoluto a millones de ciudadanos que siguen creyendo en una convivencia libre, justa y solidaria.
Aragón se rebela cívicamente ante esto. No contra Cataluña, sino contra la injusticia. No para enfrentar, sino para cohesionar. Porque sin igualdad no hay nación, sin solidaridad no hay democracia, y sin respeto al marco común, lo que queda son los escombros de lo que un día fue un genial mosaico de convivencia y libertad.
No hay progreso posible si se construye sobre el capricho de un presidente agobiado en lo político y desahuciado en lo moral. Ni hay futuro compartido si el precio de la estabilidad del Gobierno es la descomposición de España.
Hoy, más que nunca, defendemos la igualdad como piedra angular de nuestro futuro. Porque no se trata solo de economía: se trata de quiénes somos como país. Y de si estamos dispuestos a convertirnos en extranjeros dentro de nuestra propia nación.