Crisis migratoria

Las madres de Torre Pacheco: “El miedo no grita, pero se oye en cada casa”

Artículo14 habla con mujeres magrebíes del municipio que denuncian la crispación y el miedo por “la cacería” a sus hijos: "Queremos vivir en paz"

Una de las mujeres afectadas que habla para Artículo14 prefiere mantener el anonimato por protección

Cuando empieza a oscurecer, las madres y abuelas de Torre Pacheco contienen la respiración hasta que sus hijos y nietos regresan a casa. “Cada minuto que pasa fuera, tiemblo”, confiesa Fátima, abuela de Farid, que mañana cumple 18 años. Ella y su hija Fari no sueltan el teléfono hasta escuchar el timbre de la puerta. “El silencio en casa pesa como nunca”, admite Fari, de 35 años. “Esta semana ni siquiera nos hemos asomado al balcón. Nos da miedo que nos reconozcan”, explica.

Torre Pacheco se ha vuelto un lugar hostil, especialmente al caer la noche. Los comercios cierran antes de lo habitual, y el barrio de San Antonio -donde viven Fátima, Fari y Farid-, se vacía al ponerse el sol. Lo que antes podía ser una tarde tranquila, ahora se ha convertido en un día a cámara lenta, bajo la amenaza constante de otra “cacería” de grupos ultraderechistas.

Varios influencers y agitadores de redes sociales en Torre Pacheco. EFE/ Pablo Miranzo

“Queremos vivir en paz”, suplica Fátima, que llegó hace 36 años junto a su marido para trabajar en el campo. “Estamos integradas”, repite, como si tuviera que recordárselo al mundo.
En San Antonio, madres de diferentes nacionalidades –españolas, ecuatorianas, marroquíes– se han organizado para no dejar solos a sus hijos. “Nos juntamos dos o tres, y nos turnamos. Tres madres para cinco niños. Nos acompañamos”, cuenta Fari.

Ese gesto cotidiano -caminar con ellos- se ha transformado en escudo. Recorren calles que conocen de memoria, pero que de pronto se han vuelto irreconocibles.
“Aquí nos conocíamos todos, hasta que ellos llegaron buscando pelea”, dice Fátima. “Nada de esto tiene que ver con nosotras ni con nuestros nietos”.

Fátima sabe que su nieto es fuerte, pero también sabe que la calle ahora es impredecible . “¿Y si se le acercan y le hacen daño?”

En esta vida a cámara lenta, donde sus rutinas han sido borradas por el miedo, cada retraso se convierte en un abismo sin tiempo ni espacio. Fátima se imagina un grito, una mirada que humilla, y una chispa que detone y encienda la violencia.
“¿Otra vez sin avisar?”, le reprocha Fari a su hijo, sin saber si regañarlo por el descuido o agradecerle que esté vivo.

EFE/ Pablo Miranzo

Cada segundo sin noticias despierta pesadillas. “Abuela, hoy casi no me han mirado raro”, dice Farid.
En el final de esta historia no hay sangre. Sólo pasos. Pasos de adolescentes que avanzan, nerviosos, sin detenerse demasiado. Pasos de madres que caminan apretando las manos, repasando mentalmente rutas seguras, nombres de vecinos de confianza, esquinas amigas.

Queremos vivir en paz. Que nuestros hijos puedan salir… y que no pase nada”, reclama Fari.
Sus vidas reclaman volver a la normalidad. Es un grito sereno en busca de calma: ver a los chavales jugando al fútbol a las siete, salir con amigas sin miedo.

“Nuestros nietos merecen un hogar más allá del umbral. Merecen ocupar la calle sin temer que un simple eco se convierta en agresión. Merecen vivir con libertad. Con dignidad”, suplica Fátima.
Pero la dignidad, en San Antonio, parece una palabra en disputa.

“Nos hemos acostumbrado a caminar deprisa, a evitar ciertas calles, a bajar la voz”, explica Amal, otra vecina marroquí del barrio. “Es como si tuviéramos que pedir perdón por estar aquí”.
“Yo nací aquí”, dice Nadia, de 17 años, hija de Amal. “Estudio aquí, hablo como cualquier otra chica. Pero estos días me miran como si fuera una extraña. Como si no perteneciera”. Nadia no es la única que se siente así. Muchas jóvenes nacidas en España, hijas de migrantes, viven -explica ella- con la sensación constante de ser tratadas como si fueran de fuera, como si no acabaran de encajar del todo en el lugar que también es suyo.

EFE/ Pablo Miranzo

Los hombres, cuenta Amal, también sienten la presión. Algunos padres han cambiado sus horarios de trabajo o han renunciado a salidas nocturnas para evitar riesgos. Otros simplemente no hablan del miedo, lo arrastran en silencio, tragando saliva cada vez que suena el móvil a deshora.
“El miedo no grita, pero se oye en cada casa”, dice Fari. “A veces es una mirada, un empujón leve, una palabra dicha con desprecio. Pero todo eso se acumula. Se te clava dentro”.

En casa de Fátima, el televisor permanece apagado. Las noticias ya no informan, angustian. Los titulares hablan de bandas, de conflictos, pero pocas veces cuentan lo que viven familias como la suya, personas que cada día se levantan, trabajan, cuidan y luchan por una vida digna, en silencio, sin hacer ruido.
“¿Dónde están nuestras historias?”, pregunta Fátima. “¿Quién quiere escucharnos cuando no gritamos, cuando sólo pedimos respeto?”.

Desde la ventana, observa la calle vacía. Un lugar que alguna vez sintió suyo, pero que ahora le resulta ajeno. “Lo peor no es el miedo”, susurra. “Lo peor es que te acostumbras.”
Y, aun así, cada noche vuelve a esperar a Farid con el corazón acelerado. Cada día se cruza con vecinas que le sonríen, aunque también tengan miedo. Porque, incluso bajo la amenaza, la vida sigue.

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