Opinión

El frasco de colonia

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Nunca me he creído aquello que dice la sabiduría popular, los mantras funerarios o los consuelos ante la pérdida y el duelo tipo “las personas cuando mueren nunca se van del todo”. Sí, sí que se van, te lo digo yo. Vamos, que se mueren y desaparecen; tampoco “se van”, stricto sensu, porque el mismo verbo reflexivo esconde en sí mismo una esperanza que la muerte no te ofrece. Bueno, algo sí: para los cristianos está la resurrección, pero eso va a suceder dentro de mucho y no estaré yo para verlo. Casi mejor. Mi padre empezó a morirse hace un par de años, un verano exactamente igual a este, porque todos los veranos son iguales excepto cuando se te enferma alguien, en este mismo edén marismeño, en esta misma casa, en este mismo jardín, en este mismo sillón, hace ahora dos veranos. Nunca le he llorado demasiado, en sentido literal. Primeramente por nuestro carácter norteño y, sobre todo, porque cuando estás enfadado no te salen las lágrimas. Ni las de rabia. Yo me enfadé mucho con él, porque decidió morirse demasiado pronto, sin decir nada, sin avisar, en este sillón, en este jardín, en esta casa, en este pueblo de mar dulcesalada , que en ese verano ya no me pareció el paraíso, en ese maldito hospital al que iba a acompañarle todos los días. Decía aquello de que las personas sí que se van, vaya que se van, pero para no volver, no te creas lo contrario. Y por eso les lloramos.

Lo que no se va, si no las tiras en un ataque de supervivencia, son sus cosas, en especial las que se dejan el año entero en salmuera a la espera del verano: cada uno con su afán. En nuestro caso chalecos, bañadores, ropa en general, una colección de gorras, copias de llaves como para abrir las siete puertas del infierno, medio Hiper Asia, su pinacoteca de aurelios y gagos, herramientas de jardín indefinidas, alguna parecida a un instrumento de tortura -o su contrario-, cremas Nivea, peines de todo tipo, sus libros, sus papelajos, sus apuntes –“invitar a cenar en cuanto me cure”- y un bote de colonia en el cuarto de baño de los chicos. Su bote de colonia de diario recién comprado y del que echo mano todos los días al llegar de la playa, después de ducharme y antes de comer. Ese se ha salvado de la quema. Lo escondí.

Este ha sido el año de la línea recta. El verano pasado nadie -y somos legión- se atrevió a tocar un lápiz. Pero esta vez movimos muchas cosas, ordenamos y reubicamos la nueva vida que nos queda. Y tiramos. Tiramos cantidad. Los restos del naufragio. Al punto limpio. Y a empezar de nuevo. Sin él. Porque se ha ido, familia. Y no va a volver. Y este vergel que Dios colocó en una esquina del mundo nunca más volverá a ser igual.

El frasco de colonia. Le quedan tres o cuatro flis flis, como mucho, para extinguirse su aroma. Pero aquí se quedará, vacío, en el armario. Y que nadie se atreva a tocarlo, como a mis alpargatas roídas. Y aquí empezaré a llorar. Porque aquí empezó todo, y terminó a más de mil kilómetros de su paraíso favorito, en su norteña tierra. Yo llegué a tiempo de despedirme. Mis hermanos, gracias a Dios, también. Uno de ellos, mi hermano del alma, fue el que me llamó en la gélida mañana navideña para decirme, “papá se ha ido”. Ojalá, Gonzaga, ojalá se hubiera ido. Porque entonces tú, yo y todos sabríamos dónde encontrarle: en este mismo lugar, en esta misma casa, en este mismo jardín y en este mismo sillón. Y con el frasco de colonia a estrenar.