Opinión

España está con Palestina, pero

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La pequeña alegría de cualquier persona progresista al leer los titulares sobre cómo el Gobierno de España iba a ser pionero en Europa en llevar a cabo un decreto ley para el embargo de la compraventa de armas a Israel ya estaba más o menos mermada por la pequeña cascada de noticias, casi semanales, sobre cómo, por ejemplo, las importaciones de armas y tanques realizadas por España a Israel en 2025 ascendían en septiembre a más de 19,8 millones, o cómo, al tiempo que se reconocía al Estado de Palestina, se ponía en duda la efectividad real de la suspensión del intercambio comercial anunciada ya por 2023.

El problema de fondo tiene que ver con una cuestión de compromiso: si el proverbio dice que no se puede hacer tortilla sin romper los huevos, no se pueden llevar a cabo medidas de boicot sin estar dispuesto a unas cuantas renuncias; si existe un “interés comercial” por encima de la decisión política, como deslizaba en las últimas horas Margarita Robles ante las informaciones que desveló este mismo periódico, toda actuación real o efectiva queda inmediatamente en duda o posible entredicho.

Margarita Robles.
KiloyCuarto

No es falso que el Gobierno de España, entre todos los gobiernos de países occidentales, ha sido, muy probablemente, el que ha sostenido una postura más firme, de justicia y progresista en relación con la causa palestina, en consonancia también con las reivindicaciones que ha exhibido el propio pueblo español en sus manifestaciones o en ocasiones como las protestas para parar en nuestro país la vuelta ciclista. Todos los reproches que le hagamos a este Gobierno tienen que ir acompañados de la conciencia de que sus acciones podrían ser acciones infinitamente menores, sus pasos extraordinariamente más cobardes, como cuando Keir Starmer en Reino Unido amagó con que su reconocimiento, si acaso posible, estaría vinculado a unas condiciones, de forma tardía, cuando la intención de reconocer el Estado palestino ya había sido expresada por otros tantos socios europeos. Pueden ser pasos insuficientes, pero el discurso del Gobierno de España nunca ha sido el discurso de Alemania, o aquí no se han censurado o prohibido voces o charlas divergentes con ese discurso oficial; es por ese lado, precisamente, por lo que el movimiento activista, con razón, presiona más, y es por ese lado por el cual las incongruencias también resultan más dolorosas.

Ante la imposibilidad, por la aritmética parlamentaria, pero también por la falta de voluntad del socio mayoritario del Gobierno, de llevar a cabo medidas de redistribución económica ambiciosas, o sacar adelante las que habrían de ser las banderas estrella de la legislatura, cuestiones como la reducción de la jornada laboral, la tendencia en este tiempo ha sido, más bien, hacia la primacía de la política simbólica o, dentro de esta, del combate cultural. Es natural y de recibo que se le reproche al Gobierno la incongruencia, como hacen también sus socios parlamentarios; porque, como había otras tantas cosas que deseaba hacer, y que sin embargo no ha hecho, la tendencia del PSOE, incongruente, por ejemplo, con su posición respecto al Sáhara Occidental, ha sido envolverse —o al menos querer hacerlo— en la bandera palestina, convertirla en un signo identitario y cultural de la izquierda. Lo natural, cuando un genocidio, cuando las muertes de cientos de personas se convierten en un símbolo, es que quienes lo visten generen rechazo si no están dispuestos a acometer medidas concretas en su nombre, en virtud de él o por esa causa.

Pedro Sánchez y Yolanda Díaz
Pool Moncloa/Borja Puig de la Bella Casa

Ya estamos casi en 2026 y ese genocidio no ha parado. Ni las denuncias —como la sudafricana— ante la Corte Penal Internacional ni las presiones diplomáticas han sido suficientes, máxime con un Donald Trump cómplice de Netanyahu, aunque en su propio partido se haya generado una división en el posicionamiento respecto a Israel, más por la vieja tendencia de parte de la extrema derecha a confundir el antisionismo con el antisemitismo que otra cosa. Visto lo visto, la pregunta no es tanto si está bien o mal lo que hacen Robles y el Gobierno —autorizar el uso de tecnología israelí para la fabricación de aviones de Airbus, acogiéndose a la cláusula excepcional que ya recogía el real decreto, porque si no Airbus no tenía alternativas a las cuales acogerse—, sino si es compatible hacer lo que está haciendo el Gobierno al tiempo que uno se erige en máximo defensor de esa causa palestina, o hasta dónde pueden estirarse las hipocresías. Si en Occidente no hay nadie dispuesto a sacrificar algo —y se puede argumentar esa ausencia de sacrificio—, ¿qué legitimidad tiene voz alguna en Occidente para decir que está con el pueblo palestino?

Si el interés económico y comercial siempre primará por encima de la vida ajena, ¿qué queda, entonces, de la posición moral de este Gobierno? Está bien que los ministros de Sumar muestren su desacuerdo en forma de objeciones en Consejo de Ministros, como estaba bien objetar en el caso de la ampliación del Puerto de Valencia: lo malo es que la objeción también acaba quedándose, como todo lo demás, en política simbólica. El problema de las cláusulas de excepción es que, como todos los “peros”, invalidan lo que vino antes. España está con Palestina, pero. El Gobierno de España refuerza su apoyo político a la causa palestina, pero. España lidera el respaldo europeo a Palestina, pero. Tanto el PSOE como Sumar pueden encontrar argumentos para defender sus posiciones, pero quizá lo único que se reclama es que sean defensas más honestas: si el embargo era imposible, no haber prometido un embargo.

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