Una amiga me trae a casa uno de sus guisos. Cocina muy bien y sabe lo que me gustan las albóndigas con tomate. Cuando se las prepara a sus hijos, siempre hace más cantidad y me reserva un plato. En la bolsa en la que viene el tupper descubro una nota. También hay un trozo de pan para mojar la salsa. Lo ha envuelto en papel albal. Ese es el nivel. No sé qué tiene más valor: lo rico que está o el detalle de pensar en mí.
El otro día mi primo me comentó que se tuvo que ir corriendo a Urgencias y dejó a su hija pequeña con la vecina. Estuvo en el hospital casi cuatro horas y estaba angustiado por las molestias que la niña podía ocasionar a una mujer mayor. Cuando entró por la puerta se las encontró a ambas dibujando tan contentas. La señora le había preparado la merienda y sonaba música clásica de fondo. No sé qué tiene más valor: el cuidado o la tranquilidad que infunde.
Un compañero de trabajo dice que siempre invita a comer a quien le pide dinero. Eso le pasó una vez en un chiringuito de la playa. Se fue a la barra y encargó un bocadillo de tortilla y una botella de agua para el hombre. Al día siguiente este regresó al mismo sitio y le buscó para entregarle una preciosa pulsera de hilo que le había hecho. No sé qué tiene más valor: el trabajo realizado con sus manos o el agradecimiento.
También recuerdo un reportaje que hice hace dos años sobre la labor de una fundación. Esta tenía como objetivo buscar trabajo a colectivos vulnerables y en riesgo de exclusión social. Uno de sus beneficiarios me contó que en Perú tenía un comercio y recibía amenazas de las mafias. Hizo las maletas y viajó a España. Aquí se puso a vender chupachups en el Metro, hasta que le rescataron de la calle y gracias a un curso pudo regresar al mercado laboral. No sé qué tiene más valor: el apoyo recibido o el mérito de reinventarse.
Estos son sólo algunos ejemplos de lo mucho que podemos hacer los unos por los otros. Está claro que la atención, la estima o la dedicación son regalos trascendentales que no se compran. Se ve en una película antigua que se llama Cadena de favores. Es la historia de un niño que decide ayudar de forma desinteresada a tres personas y estas, a su vez, deben hacer lo mismo con otras tantas.
Todo parte de un trabajo que tiene que hacer para el colegio. Se le ocurre esta idea y aunque él cree que no está funcionando, lo cierto es que se va extendiendo por todo el país. Al final llega a tener tanto éxito que le hacen una entrevista. En ella le preguntan cómo se le ocurrió poner este sistema en marcha y explica que “hay que amar a las personas, protegerlas, porque no siempre ven lo que necesitan”. “Es una gran oportunidad de arreglar algo que no sea tu bici, se puede arreglar una persona”, proclama. Es un mensaje completamente idealista. Está claro que no lograremos cambiar el mundo, pero seguro que algo se podrá mejorar. No se pierde nada por intentarlo.
Lo saben bien los miles de voluntarios que hay repartidos por distintas entidades sociales. Ellos entregan su tiempo y esfuerzo a los demás sin pedir nada a cambio. También lo hacen otros muchos individuos en su día a día con gestos sencillos.
Mi padre era de estos últimos. Era muy generoso. No era rico y, sin embargo, pagaba rondas en el bar, llevaba cajas repletas de frutas y verduras a la familia y organizaba viajes modestos sólo para ver las caras de felicidad de los suyos. Pero no era sólo una cuestión económica. También tenía algo muy valioso y es que sabía escuchar. Atendía a todo el que se le acercaba. No era por amabilidad, le interesaban de verdad los problemas de los demás y hacía lo posible por aliviarlos. No solemos hablar del poder transformador de la bondad, pero existe. Esa es la magia.



