Cuando la riada arrasó la pedanía de La Torre, el agua no distinguió calles, edades ni recuerdos. Aquel 29 de octubre de 2024, las lluvias torrenciales de la DANA convirtieron en un lodazal este barrio del sur de Valencia, rodeado por vías de tren que actuaron como un muro y agravaron la inundación. Las casas más humildes quedaron sumergidas, el mobiliario flotaba por las calles y los vecinos se resguardaban donde podían. En medio del caos, un edificio blanco resistió y se transformó en refugio: la parroquia de Nuestra Señora de Gracia.
Un año después, ese templo es todavía el símbolo de la solidaridad espontánea que surgió en aquellas horas. Allí se organizaron voluntarios, se distribuyeron víveres y se acompañó a los vecinos que lo habían perdido todo. “Esta parroquia se convirtió en un auténtico centro de operaciones”, recuerda Piedad, una de las voluntarias del grupo Emaús. “No solo de recepción y distribución de ayuda material, sino también de voluntarios”. “A mí me dijeron: ‘Ve a La Torre, desde ahí te organizan’. Y así fue. La iglesia se llenó de manos dispuestas”, explica Bea, una de las voluntarias que lo dio todo en aquellos días.
De la urgencia a la comunidad
Aunque no viven en la pedanía, Fede y Alfonso también llegaron desde el otro lado del río apenas unas horas después de la catástrofe. “Sentimos esta parroquia como nuestra casa”, explican. “Cuando llegó la DANA, fue un martes por la noche. El miércoles ya estábamos haciendo un plan todos sobre cómo podíamos ayudar. Nos capitaneaban Salva [el párroco] y Piedad, y enseguida nos organizamos por equipos. Había mucha voluntad, y eso arrastró a mucha más gente”.

Los primeros días fueron una carrera contra el tiempo. Sin apenas medios, los vecinos y feligreses de Nuestra Señora de Gracia se coordinaron para repartir agua, comida y ropa seca. “No hizo falta reunirnos ni ponernos de acuerdo”, dice Alfonso. “Esta parroquia tiene un ejército de fieles. La palabra servicio la tenemos en el corazón. En cuanto vimos las calles, sabíamos que había que ir puerta por puerta”.
La zona trasera del templo, una de las más humildes de la pedanía, concentró la mayor devastación. “Es un barrio muy plural, con mucha población migrante y personas muy vulnerables”, explica Fede. “La DANA arrasó viviendas donde ya había muy poco. Lo más doloroso fue ver a gente mayor, de más de sesenta años, que tenía su vida más o menos resuelta y de repente se vio obligada a empezar de nuevo, sin fuerzas ni alma para hacerlo”.
Tres fases de una ayuda que no ha cesado
El trabajo de los voluntarios se desplegó en tres etapas. La primera fue la de ultraemergencia: “Asegurar que tuviesen comida, ropa y un lugar digno donde dormir”, recuerda Piedad. “No se podía arreglar todo, pero al menos dignificar un poco las viviendas donde pasaban la noche”.
Después llegó una segunda fase, más lenta, pero igual de necesaria: amueblar y equipar de nuevo las casas vacías. “Ya podían comer, ya tenían ropa, pero su casa estaba vacía”, explica Alfonso. “Hubo que buscar colchones, camas, electrodomésticos… Lo que hace habitable un hogar. Eso llevó semanas, incluso meses. Y mientras tanto seguíamos visitando a la gente, acompañándola”.

La tercera fase ha sido la más duradera: el acompañamiento a largo plazo. Muchos de los voluntarios, incluidos los tres, se integraron en Cáritas para continuar ayudando a las familias. “Nos convertimos en Cáritas todos los que pudimos”, dice Fede. “Al principio llevábamos chalecos amarillos, pero un día dijimos: ‘Ahora somos los chalecos rojos de Cáritas’. Y así seguimos”.
Según los datos de la Vicaría III del Arzobispado de Valencia, Nuestra Señora de Gracia ya era una de las parroquias con mayor número de personas atendidas antes de la DANA. Hoy, esa cifra se ha multiplicado por seis. “El grupo de Cáritas estaba aquí cuando llegó el agua —recuerda Piedad—, y las mujeres que trabajaban dentro se quedaron atrapadas en el edificio. Aquella experiencia las marcó, pero lejos de rendirse, han continuado”.
“Han perdido su historia”
En La Torre murieron 14 personas, varias de ellas feligreses de la parroquia. “Hemos perdido a demasiados”. Este año, los voluntarios encendieron 14 velas a los pies de la Virgen en su memoria. “Cuando sale el tema, se les llenan los ojos de lágrimas”, explica Fede. “Incluso las familias que han podido reconstruir su casa siguen emocionalmente destrozadas. Han perdido algo que no se puede recuperar: su historia. Los muebles, las fotos, los recuerdos… todo se fue con el agua”.
Ante esa herida, los voluntarios insisten en que la ayuda no puede limitarse a lo material. “Cáritas tiene psicólogos para acompañar a las familias, pero también trabajamos la parte espiritual”, añade Alfonso. “Tratamos de que encuentren un apoyo en la fe, una razón para seguir viviendo. Lo que queremos transmitir es que la vida no se ha acabado, que lo mejor está aún por venir, aunque el proceso sea largo y doloroso”.

La esperanza en medio del barro
El paso del tiempo ha transformado la emergencia en una red estable de solidaridad. Hoy, las dependencias parroquiales siguen llenas de cajas, mantas y donaciones. “Hemos seguido visitando a las familias, ayudándolas a rehacer sus hogares”, cuenta Piedad. “En Navidad hicimos un callejero y llevamos una cesta de comida a cada casa. Muchos nos decían: ‘La Iglesia está aquí, viendo a las personas, no solo los ladrillos’. Y eso nos hizo entender que lo importante era acompañar, no desaparecer cuando se secó el barro”.
Edu, otro de los voluntarios del grupo, se encargó de las labores más físicas: limpiar casas, retirar muebles, organizar cuadrillas. “Yo iba donde me mandaban —cuenta entre risas—. Pero lo que más me impresionó fue la gratitud de la gente. Nos decían: ‘Sois los que estáis aquí’. Y eso bastaba para seguir”.
Una fe que se convierte en acción
En La Torre, la fe se tradujo en movimiento. Un año después, los tres voluntarios coinciden en que lo ocurrido cambió para siempre su forma de mirar la vida comunitaria. “La DANA nos enseñó que servir no es una palabra, es un modo de vivir”, resume Fede. “Seguimos aquí porque la ayuda no termina cuando se seca el barro”.
En la iglesia de Nuestra Señora de Gracia todavía resuenan las imágenes de aquellos días: las calles cubiertas de agua, los voluntarios con palas, los vecinos abrazándose entre el lodo. Pero también hay nuevas imágenes: familias sonriendo, niños jugando, manos que se tienden.
Como dice Piedad, con la serenidad de quien ha visto la fragilidad y la fuerza humana convivir en el mismo espacio: “El barro se quita. Lo que queda es la comunidad que aprendimos a ser”.

