Hacía tiempo que no iba al cine con tantas ganas como el sábado pasado. La película: Frankenstein. Adaptación de la novela de Mary Shelley que ha realizado el director mexicano Guillermo Del Toro y que ya triunfó en el festival de Venecia. La expectación era máxima y no me defraudó. La película es de las que te acompaña a la semana siguiente como una sombra. Muchas de sus escenas te asaltan en la taza de café o en un semáforo. Y entre la espuma o las luces, ves a la criatura recién creada bajo las bóvedas de un sótano. Ves un caballo congelado en una batalla, el mejor escenario para el abastecimiento de cadáveres. Ves a la criatura en un amanecer del Ártico. Ves el vestido rojo de la madre de Víctor Frankenstein en un palacio decadente, la larga melena pelirroja de Elisabeth, la prometida de su hermano menor. Ves la fuente con la cabeza de Medusa en la sala circular de la torre de agua donde el doctor Frankenstein se entrega a la obsesión que lo atormenta desde la infancia: crear vida para burlar así una muerte que lo dejó huérfano. La fotografía de la película se alimenta de la estética romántica.

No creo que sea casual la presencia de Medusa. Mario Praz en su libro: ‘La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica’ nos habla, en su primer capítulo, de La belleza medusea. Fue el poeta Shelley, marido de Mary, quien cayó rendido ante la belleza de un cuadro de Medusa, cuya cabeza yacía cortada en el suelo. La tempestuosa belleza del horror, escribió después. Y con esos versos definieron los teóricos el nuevo canon estético que introdujeron los románticos. Medusa con sus cabellos de serpientes y su gesto trágico. Un monstruo mitológico será testigo de la creación de otro: la criatura de Mary Shelley. La criatura que nace inocente y solo quiere amor y compañía, al igual que la propia Mary, criada en un ambiente culto, pero con escaso amor y afecto. La criatura como alter ego de la autora.
La película tiene más referencias míticas. En el anciano ciego encontrará la criatura su único amigo quien, al igual que el adivino griego Tiresias, ve con los ojos del corazón y reconoce en ella la bondad. Edipo, el que se arranca los ojos, es otra muestra de que la ceguera es sinónimo de ver libre ya de prejuicios y miedos que juzgan y esclavizan. Tememos lo que es diferente, lo que no entendemos. El miedo nos enciende el instinto de protección y queremos aniquilar lo extraño como sea.
La criatura conmueve, solo quiere ser aceptada y querida. El vínculo con los otros es lo que nos proporciona seguridad. No venimos al mundo para estar solos.

Otro de los interrogantes que plantea tanto el libro como la película es si debemos traspasar las barreras de la ética por la fiebre de la obstinación. ¿Cuáles son esas barreras y, una vez traspasadas, hasta dónde llega la responsabilidad? Sin hacer spoiler, la cinta de Del Toro muestra una criatura que humaniza a su creador, al tiempo que su creador la humaniza a ella, como un conmovedor juego de neuronas espejo. Y esto tiene sus consecuencias no solo en ellos, si no en otros que son testigos. Como aquel inolvidable replicante de Blade Runner que encarnaba el rubio Rutger Hauer, la criatura de Del Toro nos enseña a valorar la belleza cotidiana de la vida. Nos recuerda cuánto deseamos y necesitamos nuestra humanidad. No valoramos aquello que tenemos hasta su pérdida.



