Guillermo del Toro lo ha conseguido. Tras casi dos décadas de obsesión silenciosa, su adaptación de Frankenstein por fin es una realidad. La película, estrenada en el Festival de Venecia y con llegada prevista a los cines antes de su aterrizaje en Netflix el 7 de noviembre, no es una simple versión moderna del mito.
Es una relectura radical del alma humana y de lo que significa ser un monstruo. Con un reparto encabezado por Oscar Isaac, Jacob Elordi y Mia Goth, Frankenstein se presenta como una de las películas más esperadas del año y, quizá, el proyecto más personal de la filmografía del director mexicano.
Un sueño largamente perseguido
Pocas historias han perseguido tanto a Guillermo del Toro como Frankenstein. Desde los años noventa, el director de El laberinto del fauno o La forma del agua ha hablado de su deseo de reinterpretar la obra de Mary Shelley. Pero los estudios siempre consideraron su propuesta “demasiado extraña, demasiado emocional”. Hoy, tras ganar el Óscar y consolidar su alianza con Netflix, Del Toro ha podido levantar su visión definitiva: una cinta gótica, íntima y devastadora.
El rodaje de Frankenstein se desarrolló entre 2023 y 2024 en localizaciones de Escocia, con un equipo técnico de lujo y la colaboración de veteranos que ya habían trabajado con el director. La película llega ahora en un momento en el que el público parece necesitar, más que nunca, revisitar las raíces del terror y la ciencia ficción. Y Del Toro lo hace desde la emoción, no desde el susto.
“Es una historia sobre la paternidad, la soledad y la necesidad de ser comprendido”, explicó el director durante la presentación en Venecia. Su Frankenstein no pretende aterrorizar, sino conmover. Una reinterpretación moderna del mito.
Un reparto de lujo al servicio de la tragedia
En el papel del científico Victor Frankenstein encontramos a Oscar Isaac, que dota al personaje de una mezcla de brillantez y culpa que se siente casi shakesperiana. Frente a él, Jacob Elordi encarna a la criatura con un enfoque completamente distinto al que popularizó Boris Karloff en 1931: su monstruo no es un cuerpo torpe, sino un alma desbordada por la incomprensión. Mia Goth, musa del cine de terror contemporáneo, interpreta a Elizabeth Lavenza, la prometida de Victor y víctima indirecta de su ambición.

Completan el reparto Christoph Waltz, Charles Dance, Lars Mikkelsen, David Bradley y Felix Kammerer, conformando un elenco que refuerza el aire operístico del relato. Cada actor, bajo la mirada de Del Toro, parece encarnar no solo a un personaje, sino a una emoción primaria: la curiosidad, el miedo, la culpa, la ternura.
La mirada de un autor
Del Toro nunca se ha escondido detrás de los monstruos. Los ha utilizado como espejos. Y en Frankenstein lleva esa idea al extremo. Su criatura es, en el fondo, la encarnación de la tristeza del mundo. Un ser que no pidió nacer, pero que busca amor en una sociedad que solo sabe señalarlo como aberración.
El director rehúye el terror clásico y apuesta por una puesta en escena pictórica, casi romántica. Los escenarios recuerdan a los grabados de Piranesi y a los paisajes de Caspar David Friedrich. Los interiores, por su parte, rezuman decadencia y belleza, iluminados por velas y sombras que parecen respirar. “A veces la ruina es más hermosa que el edificio completo”, ha dicho Del Toro. Esa frase podría resumir toda la película.

Su Frankenstein es también una reflexión sobre la creación. ¿Qué derecho tiene un hombre a dar vida? ¿Y qué responsabilidad tiene con lo que crea? Preguntas que, en tiempos de inteligencia artificial y manipulación genética, suenan más actuales que nunca.
Una producción monumental
La producción de Frankenstein ha sido una de las más ambiciosas de Netflix hasta la fecha. El diseño de producción, a cargo de Tamara Deverell, mezcla lo industrial y lo gótico con una elegancia hipnótica. La fotografía de Dan Laustsen, habitual colaborador de Del Toro, apuesta por una paleta de colores saturada que rompe con el gris habitual del género.
El resultado es un filme que respira arte en cada plano. Cada movimiento de cámara, cada destello de luz, cada costura en el vestuario está pensado para reforzar el tono poético del relato. Y, sin embargo, no pierde ritmo ni tensión. El relato avanza con la precisión de un corazón eléctrico recién activado.
Más de dos siglos después de que Mary Shelley publicara su novela, Frankenstein sigue vivo. Cada generación necesita su propio monstruo, su propio espejo roto donde reconocerse. Y el de Guillermo del Toro no solo revive el mito: lo transforma en poesía visual.




