La Roma de El evangelio según Caravaggio no es un decorado. Uno podría decir que es una conciencia, un personaje más de la novela, que tiene tanto de real (o, al menos, plausible) que se aleja del terreno de la ficción, aunque ficcione la realidad. Jaime de los Santos la atraviesa como quien vuelve a un origen que aún sigue escribiéndose, y hace de esa ciudad —siempre pretérita y siempre contemporánea— una protagonista que respira, amenaza y salva.
En ese pulso se alzan, con una fuerza casi fraterna, tres figuras que la novela rescata del tópico y devuelve a su grandeza humana: Caravaggio, pintor de la verdad encarnada; Pier Paolo Pasolini, caminante lúcido hacia su última noche; y Costanza Colonna, la mujer excepcional que sostiene la historia desde el poder, la inteligencia y la lealtad. El libro avanza a saltos entre siglos como si obedeciera a una misma pregunta moral: qué hacemos con la herida, con la vulnerabilidad y con la necesidad de trascendencia en una época que confunde libertad con aislamiento. Por eso resuena, como un latido incómodo, su advertencia: “Ese sentimiento malsano de independencia, además de una mentira, es el peor de los síntomas de un mundo enfermo, de una sociedad que ha dejado de serlo en aras, precisamente, de un individualismo tan estéril como fácil de controlar desde fuera”.

Costanza Colonna es una figura central en tu novela. ¿Por qué era tan excepcional para su tiempo?
Costanza Colonna es extraordinaria porque, si hoy, en 2025, sorprende su idea de libertad, imagínate en el último cuarto del siglo XVI. Y hay algo importante: aunque yo lo novelice —porque quería que la historia de Caravaggio llegara a mucha gente y eso obliga a rebajar el rigor puramente historiográfico—, todo lo que cuento de ella es real.
Era una mujer que, además de Petrarca, tenía como libros de cabecera a Santa Teresa de Jesús, que entonces era una revolucionaria. Cuando queda viuda busca acomodo en un convento de Roma, no por vocación contemplativa, sino porque sabía que el único lugar donde las mujeres podían ser verdaderamente libres era un monasterio. Empecé a conocer a esa Costanza Colonna y casi me enamoré tanto de ella como del propio Caravaggio.
Esa idea del convento como espacio de libertad resulta muy contemporánea.
Si miramos atrás, no lo es tanto. En España, hace apenas cincuenta años, una mujer necesitaba autorización del padre, del marido, de un hijo o incluso de un hermano para abrir una cuenta bancaria. Y viajar fuera… mejor ni hablar. Eso era una realidad reciente y es consecuencia de siglos de machismo estructural que obligó a las mujeres a buscar vías de escape. Entre la nobleza de la Edad Moderna, esas vías fueron, muchas veces, los conventos.
En la España novohispana —esa España que hoy algunos señalan sin saber cómo fue realmente la conquista de América—, la nobleza también buscaba los conventos como lugares de retiro, sí, pero sobre todo como espacios de libertad: contextos femeninos donde las mujeres, entre mujeres, eran tratadas con más condescendencia.
Has dicho que casi te enamoraste de Costanza Colonna. ¿Y Caravaggio? ¿Cuál fue tu primer recuerdo de él?
A Caravaggio llego por muchos caminos. De una forma intuitiva, con mis padres y mis hermanas, en el Museo del Prado. Soy el cuarto hijo de una familia numerosa; somos cinco hermanos y, en una familia de clase media que quiere dar oportunidades a tantos hijos, se vive ajustado.
Mis padres idearon unas “vacaciones” particulares cuando éramos adolescentes: en vez de ir a la playa, decidieron que el mejor mes para visitar Madrid era agosto. En realidad, era una forma de no asumir un gasto que no podían afrontar. Durante dos semanas nos llevaban cada día al Prado, al Escorial, a Aranjuez, a Toledo, a Segovia. Y el Prado, por cercanía, era el lugar al que más íbamos.
Yo estaba en octavo de EGB y ya había tenido la suerte de encontrar a doña Blanca Doyague, mi profesora de Ciencias Sociales. Recuerdo perfectamente aquel David que acaba de derrotar a Goliat: una obra profundamente llamativa. Eso hace que cada vez que te cruzas con Caravaggio en un libro lo mires con más interés.

Esa mirada se fue afinando con los años…
Sí. Luego, en COU, mi queridísima Pilar Cavero me sumergió mucho más en ese barroco italiano del que tanto bebe la pintura española, no solo Ribera, también Velázquez y otros grandes. Y para rematar —y ahí nace el germen de la novela— mi mentora, mi profesora de Teoría del Arte en la Complutense, Beatriz Velasco Esquivias, catedrática de arte barroco, dijo un día en clase: “Hasta que Pasolini no empieza a rodar, nadie había mirado a los protagonistas de su obra como lo hacía Caravaggio”.
Aquello me dejó tan marcado que yo, que no había visto ninguna película de Pasolini, salí corriendo a la biblioteca —cuando todavía estaba la filmoteca en la Facultad de Geografía e Historia— y pedí ver Saló, que era la más conocida.
Un primer contacto especialmente duro.
Mi primer contacto con Pasolini fue salvaje. Para un chaval de 22 años era profundamente sensual y, al mismo tiempo, provocaba un rechazo inmenso: te enfrenta a hasta dónde puede llegar la maldad humana, en este caso la de los fascismos.
Y veinticinco años después, por una necesidad de volver a sentarme ante el ordenador y escribir, recordé aquellas palabras de Beatriz Velasco Esquivias y pensé: es el momento. Investiga, intenta dar luz al pintor que tantos se empeñan en llamar “de las sombras” y cuyas únicas sombras, para mí, eran las de la historiografía. Porque Caravaggio era un hombre profundamente luminoso.
En el libro dialogan dos figuras separadas por siglos, Pasolini y Caravaggio. ¿Cómo surge ese paralelismo? ¿Qué los conecta para ti?
Son dos personajes universales, pero que yo llevo dentro de forma distinta. Me interesaba la alternancia: el siglo XX con Pasolini y el tránsito entre los siglos XVI y XVII con Caravaggio. Los paralelismos se ven, sí, pero la distancia temporal es enorme. En mi caso, la conexión tiene que ver con otra de mis obsesiones.
Desde hace muchos años colaboro con una ONG que rescata a mujeres prostituidas de las garras de las mafias y de una vulnerabilidad extrema. Más allá del vínculo que Beatriz había señalado —esa forma de mirar de Pasolini y Caravaggio—, a mí me parecía imprescindible rescatar a las grandes compañeras de vida de Michelangelo Merisi: mujeres prostituidas como Anna Bianchini, Fillide Melandroni y tantas otras. Vivían sometidas a una esclavitud que, cuatrocientos años después, en 2025, sigue existiendo.
Para mirar a estos dos grandes genios de la verdad —una verdad sin tapujos, sin romanticismo, sin paternalismo— yo necesitaba recordar que seguimos conviviendo con mujeres a las que nos hemos acostumbrado a ver en determinadas escenografías. Recuerdo pasar de adolescente por la calle Montera: nadie se paraba a pensar qué drama había detrás de cada mujer sentada en un portal. Yo quería recordar a mis lectores y lectoras que ese drama sigue siendo real.
Por más que intentemos construir democracias más justas, estas mujeres siguen quedando fuera. Frente a quienes dicen que muchas lo hacen libremente, yo estoy convencido de que no. Y lo estoy porque hablo con ellas. Incluso quienes se declaran “libres” lo hacen como respuesta a otras necesidades. Pasolini y Caravaggio eran también la manera de volver a hablar de ellas: mujeres invisibilizadas y arrinconadas incluso por la parte más bonista de la sociedad.

Las mujeres atraviesan todo el libro y tu discurso. ¿Es, como algunos dicen, tu gran obsesión?
Es un libro en el que vuelvo a hablar de mujeres, sí. Hay quien dice que es mi gran obsesión y quizá lo sea. Yo siempre digo que lo que sostiene a Jaime de los Santos son las mujeres: mi madre, mis hermanas, mis amigas, mis profesoras; y también los grandes personajes femeninos de la historia, que he querido estudiar con profundidad.
Pienso en Santa Teresa de Jesús. Hoy se la recuerda por versos como “Acuéstame divina unión…”, pero fue una revolucionaria absoluta. Y lo mismo sucede con Caravaggio y Pasolini: sin Costanza Colonna no habría Michelangelo Merisi, il Caravaggio; y sin Susanna Colussi no existiría Pasolini.
La figura materna es especialmente poderosa en el caso de Pasolini…
Absolutamente. Es esa madre hiperbólica, siempre presente. Una madre que no solo vive con él: es actriz en muchas de sus películas. Para mí toca el cielo —nunca mejor dicho— cuando encarna a la Virgen María en El Evangelio según San Mateo, una película que el papa Francisco considera la mejor jamás rodada sobre Jesús.
La madre de Pasolini, que empezaba a perder la memoria, compone una Virgen doliente, abrazada al madero. Y lo digo como católico, y después de ver muchas películas sobre la vida de Cristo: nunca he encontrado una Virgen María como ella.
Por eso yo quería hablar de mujeres, recordar una vez más a mi madre y volver a poner el foco —aunque hoy parezca que casi todo está conseguido— en las desigualdades que existieron hasta hace no tanto entre hombres y mujeres y en la necesidad de estar vigilantes para no dar ni un paso atrás.
El libro combina novela histórica, biografía, reflexión estética y una documentación sólida. ¿Cómo ha sido ese proceso de investigación?
Yo soy muy feliz cuando escribo, pero casi más cuando investigo. Hace poco hablaba de esto con Ángel Antonio Herrera, gran amigo, escritor y poeta. Le decía: “Soy tan feliz cuando escribo”. Y él me respondía: “Qué suerte tienes, tío, porque a mí hay veces que me cuesta mucho”.
He tenido la suerte de tener a Helen Langdon, la gran biógrafa de Caravaggio, como acompañante permanente. Es cierto que en los años cincuenta Roberto Longhi recupera su figura, pero su catálogo no estaba entonces tan depurado como hoy. Langdon —otra mujer— hace un análisis casi pasoliniano, sin opinar, como historiadora absolutamente respetuosa con la verdad.
Para rellenar los huecos de sombra que opacan la vida de Caravaggio, fui a las fuentes de época. No podía hablar de él sin profundizar en la vida de los papas que construyeron el contexto de aquella Roma vehemente y que además propiciaron encargos: Pablo V, el papa Borghese, y Clemente VIII, a quien incluyo por una anécdota: es quien declara que el café no es diabólico, cuando se consideraba bebida de herejes. A través de esas biografías entendí aquella Roma y llegué a figuras clave como el cardenal del Monte.

En el libro también cuestionas lugares comunes sobre Caravaggio, especialmente sobre su sexualidad.
Se ha dicho algo injusto sobre Caravaggio, no porque sea necesariamente falso, sino porque no existe prueba fehaciente. Cuando se habla de él como pintor homoerótico se parte de sus obras tempranas y de los modelos. Pero se cometen dos errores: uno, que desde aproximadamente 1598 esa tipología desaparece; y dos, que no se mira al cardenal del Monte, de quien sí hay textos de época sobre inclinaciones cercanas a lo que hoy llamaríamos LGBT, y sobre su gusto por los jovencitos del coro de la Capilla Sixtina.
Caravaggio, como pintor de la verdad, retrata a los jóvenes que vivían y trabajaban en el Palacio Madama. Pero en su tiempo uno de los peores pecados era el “pecado nefando”, las relaciones entre iguales. Cuando Longhi lo recupera en los cincuenta, la mirada romántica —yo diría que saturnina— se enciende si el artista era homosexual. Sin embargo, no hay un solo documento que hable de la sexualidad de Caravaggio.
Al contrario: lo poco que tenemos apunta a que le gustaban mucho las mujeres. Incluso hay quien sugiere que pudo ser proxeneta. Su cercanía a mujeres prostituidas ha llevado a algunos a proyectar una realidad que hoy es inasumible, pero que entonces, en una Roma masculinizada, formaba parte del contexto. De hecho, existe un autor inmediatamente posterior que escribe La retórica de la putana, una defensa de las prostitutas dentro del entorno vaticano: un texto machista e insoportable, pero útil para entender la época.
Hemos hablado mucho de las mujeres prostituidas, pero también aparece la vulnerabilidad masculina: cuerpos rotos, pobreza, exclusión. ¿Te interesaba ampliar esa mirada?
Sí, porque la vulnerabilidad no es patrimonio exclusivo de las mujeres, aunque ellas la sufran estructuralmente. Tanto Caravaggio como Pasolini se acercan a la fragilidad humana también en los hombres. El arranque de la novela nace de un encuentro entre hombres, precisamente para subrayar esa exposición del cuerpo y del deseo, ese estar al borde.
La sexualidad, tal y como la pensamos hoy, está muy compartimentada, muy embridada. Y aunque nos creamos modernos, olvidamos que en otros contextos, incluso atravesados por una fe católica castrante, se vivía con más naturalidad. Podías ser heterosexual en tu día a día y, aun así, tener un encuentro con alguien de tu mismo sexo por divertimento o desahogo sin que eso escandalizara a tu entorno.
Yo tampoco quería convertir a Caravaggio en el heterosexual más ortodoxo. Un hombre de una sensibilidad tan grande —capaz de pintar niños como el de la Virgen del Loreto de Sant’Agostino o el de la Huida a Egipto— solo puede tener una sensibilidad infinita. Me parecía justo ofrecerle la posibilidad de ser leído como un hombre poliédrico, lleno de deseo, lleno de necesidad de contar cosas, como Pasolini: siempre al borde del precipicio.
Hablas mucho de los márgenes, de los precipicios.
Porque me interesan. Me interesa lo que ocurre en los márgenes, porque ahí es donde hay que fijarse. Por eso llego a la exclusión. Caravaggio y Pasolini miran al excluido sin tratar de salvarlo desde una superioridad heroica: se acercan para darle luz, para ofrecerle la oportunidad de ser visto.
Creo que hoy, incluso con nuestra bondad —a veces real, a veces más dibujada por el qué dirán—, nos acercamos al que sufre con paternalismo, y eso degrada. Ellos no lo hicieron. Hay que tender la mano, sí, pero tratando al otro como igual. Y, volviendo a las mujeres prostituidas: no hay que “devolverles” la dignidad, porque nunca la han perdido. Hay que ofrecer oportunidades, recordar que son mujeres de primera y señalar a quienes vulneran sus derechos: proxenetas, por supuesto, pero también puteros.

En el libro cuestionas la tendencia a encasillar: por sexualidad, por obra y autor…
Tenemos una necesidad constante de categorías. Encorsetamos a la gente por su sexualidad y también por la relación entre obra y autor. Yo soy gay y lo sabe toda España: lo he dicho mil veces. Gay en un sentido literal: no estoy con mujeres. Y eso no me hace ni mejor ni peor.
Pero pienso en mis sobrinos, que hasta donde sé son heterosexuales, y hablan de la sexualidad con una naturalidad mayor. Les pregunto si tendrían una experiencia con una amiga y me dicen “a lo mejor”. Y pienso: bendito sea. Señalamos mucho a las generaciones jóvenes, pero en esto nos dan lecciones: en cómo miran las particularidades de cada uno.
Yo, que soy conservador respecto a mi identidad, creo que es maravilloso abrir la mente y decir: Caravaggio era lo que quisiera ser. Y por su experiencia vital era capaz de pintar lo que pintaba.
Hoy seguimos insistiendo en leer a Caravaggio desde la oscuridad.
Sí. Hoy solo nos fijamos en “la oscuridad”, cuando el tenebrismo tiene un único fin: dar luz a lo que importa. No es que evitara paisajes ni negara la luz; focalizaba la atención. En El entierro de Santa Lucía, por ejemplo, quita una montaña escarpada en lo alto del lienzo para conducirte al cuerpo de esa mujer martirizada por el poder. Ahí no solo está el hecho bíblico o los apócrifos o la Leyenda dorada de Jacopo de la Vorágine: está la mujer frágil frente al poder, convertida en icono por sus características personales.
Por eso es absurdo insistir en Caravaggio como pintor maldito o de la oscuridad. ¿Cómo va a ser oscura La Dormición de la Virgen, en el Louvre? Y siempre me gusta recordar que quien la salva es Rubens.
¿Rubens juega un papel clave?
Fundamental. Cuando los carmelitas prohíben colgarla en Santa María de la Scala, en el Trastevere, la ponen a la venta. Rubens la ve, queda fascinado y decide garantizar su futuro. Antes de enviarla al duque de Mantua, la expone una semana para que todos los pintores de Roma puedan verla, consciente de que ahí hay una escuela viva.
Rubens no se parece a Caravaggio, pero reconoce la excelencia y la luz. Y la luz no es solo lo que brilla: necesita la sombra para coger protagonismo, como ocurre en los personajes de Caravaggio.

Tu lectura insiste en la dimensión teológica de su pintura.
Sin duda. La pintura de Caravaggio es teológica. Yo soy católico y, además, católico convencido: lo digo así porque, aunque lo he sido siempre, hubo un momento en que decidí creérmelo todo. Hacer compartimentos en la fe no me interesa.
Soy discrepante con muchas decisiones de la Iglesia a lo largo de los siglos, y eso no me hace menos católico. En la Iglesia el problema es que la componemos hombres y mujeres con todas nuestras imperfecciones. Pero yo creo en Dios, creo en los relatos bíblicos, y Caravaggio hace un ejercicio de aproximación a esa realidad que nos supera; por eso le estoy agradecido.
Tú hablabas de la herida y del dolor. No sé si creer necesita dolor, pero cuando duele, la fe ayuda. La vida a veces es difícil, y entonces miras todo desde otra perspectiva. La fe no es un salvavidas ni una referencia facilona: ofrece oportunidades.
También vinculas a Caravaggio con el amor como núcleo del cristianismo.
Cuando tú y una compañera de este medio estabais en Roma cubriendo los actos tras la muerte del papa Francisco y la entronización del papa León XIV, yo dije en televisión que, más allá del aparato iconográfico, hay una cuestión que subyace: el amor. El amor a Dios y al prójimo. Eso está en Caravaggio.
Pero como somos sensacionalistas por naturaleza, sobre todo en el último siglo, miramos lo visceral y nos cuesta reconocer la espiritualidad que atraviesa su pintura. Entender eso es entender que esa espiritualidad atravesaba también al pintor.
En los últimos años parece haber un regreso a lo espiritual: horóscopos, tarot, cristales… y una relectura de Santa Teresa y otras figuras. ¿Qué lectura haces de esa búsqueda de trascendencia?
Tenemos una necesidad enorme de trascendencia. La hemos buscado en muchos sitios: horóscopos, tarot, cristales, espiritualidades que ofrecen respuestas. Y de pronto volvemos a Santa Teresa o a ciertas monjas barrocas; o vemos gestos desde la cultura popular que rescatan santas y también mujeres admirables del islam para afirmar que el camino está en Dios, no solo en una espiritualidad de autoayuda que puede ayudar, pero es otra cosa.
En las últimas décadas se ha confundido libertad con rechazo a la fe. Hay quienes tuvieron más fe en no creer que la fe de quienes creemos. Y desde lugares parecidos a púlpitos se ha señalado al creyente como si fuera ultraortodoxo.
Ese “nada vale” —está mal la jefatura del Estado, la Iglesia, los poderes públicos, el periodismo— deja una pregunta: ¿qué queda? Y ahí aparece una reacción pendular: recuperar valores. Que España sea un Estado aconfesional no la convierte en agnóstica.
Azaña dijo algo maravilloso cuando le pedían acabar con los curas en las escuelas: “Cuidado, cuidado”. Un país, vino a decir, no se acuesta católico y se levanta aconfesional. Ese “revival” del que se habla no es una moda, es una necesidad antropológica: saber y trascender. Eso se llama religión o como cada uno quiera llamarlo. Y quienes se empeñan en convertirlo todo en laico son creyentes como el que más.
A mí que los jóvenes crean me parece algo bueno. Las instituciones religiosas son irregulares como lo somos todos, pero hacen mucho: no solo Cáritas, también en valores y construcción social. Ya sé que habrá quien diga que blanqueo. No: reconozco lo que significa la Iglesia, lo que ha significado y lo importante que es la fe para millones de personas, en cualquier Dios. Obviarlo es un error.

Si Caravaggio levantara la mirada hoy, ¿qué le asombraría más: la belleza o la desigualdad?
Empezaría con la conciencia de que han pasado cuatrocientos años y se sorprendería de que en muchas cosas hemos cambiado poco. Vería que las envidias siguen moviendo el mundo y señalando a los brillantes. Y estoy seguro de que volvería a crear con la misma fuerza: desvelar la verdad, sin olvidar nunca aquello de Dostoievski: “Solo la belleza salvará el mundo”.
En paralelo, con Pasolini reconstruyes su último día y su funeral. ¿Por qué te interesaba tanto ese final?
Porque en los capítulos en los que hablo de Pasolini reproduzco, con la prensa del momento, su último día y su funeral. El funeral me interesa porque es consecuencia perfecta de una falsedad que representa a las sociedades contemporáneas.
El mismo Partido Comunista que lo expulsó se preocupa después, a través de sus juventudes, de montarle un funeral de Estado, cuando Pasolini había señalado sus contradicciones décadas antes. Pasolini hoy, como Caravaggio, seguiría denunciando lo falso, y lo haría de forma chocante.
Saló genera rechazo a cualquiera que se siente a verla, y ahí está la grandeza de Pasolini: busca ese rechazo porque el fascismo solo puede generar rechazo. Y, sin embargo, cuando adapta San Mateo para narrar la vida de Cristo, hace una de las películas más poéticas de la historia del cine. Y en La ricotta, fíjate si el guion era interesante, que Orson Welles pidió participar: confronta el calvario y la crucifixión con el mundo del cine.
Aun así fue denunciado, incluso se inició un proceso de excomunión. Y esto quiero subrayarlo: a un cineasta, a un escritor, a un poeta, a un artista total, como Caravaggio, que era un hombre que lo hacía todo. Quien amaba profundamente al papa Juan XXIII fue vilipendiado por mandamases de la Iglesia.
Todo eso hoy se daría cuenta de que, en algunos lugares y por culpa de unos cuantos, se repite. Y trataría una vez más de señalarlo para que nadie se convierta en víctima.

