El verano de Cervantes surge de toda una vida leyendo Don Quijote de la Mancha. Durante el proceso de escritura de este libro, Antonio Muñoz Molina va entreverando recuerdos de su infancia y de sus primeras lecturas con la revelación del lugar que Don Quijote ha ocupado en su vocación literaria, mostrando además su influencia en otros autores, como Melville, Balzac, Joyce, Thomas Mann o Mark Twain, que han consolidado la novela como la forma narrativa suprema siguiendo la estela de Cervantes.
En una sala repleta de lectores, Antonio Muñoz Molina presentó su último libro, una obra que fusiona la crónica personal y la reflexión literaria en torno al universo cervantino. El autor desmenuzó las claves de su experimento narrativo, planteó sus reflexiones sobre la evolución lectora y defendió con firmeza la vigencia de los personajes femeninos cervantinos. “Los personajes femeninos de El Quijote son extraordinarios”, subrayó, añadiendo que no basta juzgar a Cervantes por las convenciones de su época, sino por la fuerza de su creación.

Un libro único… dentro de un “único precedente”
Muñoz Molina describe El verano de Cervantes como un libro experimental, una novela que explora constantemente distintos registros literarios. “Es muy realista”, afirmó, “pero continuamente meta‑literario: se habla de literatura”. Lo comparó a una gran sinfonía de tonos y estilos, donde se parodia el habla popular, se imitan los lenguajes más eruditos y se incluye una amplia galería de personajes y situaciones que nunca fueron “literarios” en sentido clásico. Por ejemplo, desarrolló una escena en una venta rocambolesca –no medieval, sino moderna– y la trasladó a una gasolinera, señal inequívoca de su voluntad de desbordar los límites del género picaresco. Este libro, dijo, es una segunda novela picaresca tras Lazarillo, con el único precedente –advirtió– en ese gran antecedente cervantino.
La presentación giró hacia la lectura y su formación lectora. Muñoz Molina estableció un paralelismo entre aprender a leer (o a disfrutar de la lectura) y aprender a escuchar música. “¿Cómo vas a empezar por Parsifal o por la Vocación de San Mateo?”, planteó. La educación y la introducción a la literatura debe ser gradual. Leer, para él, es un acto de creación y de imaginación: “No es mirar pasivamente una pantalla, es un acto muy sofisticado de creación por parte del lector”. En ese sentido, la lectura tradicional ofrece un terreno mucho más fecundo que la pasividad ante un dispositivo.
Para ilustrar el punto con un ejemplo histórico, mencionó a Stendhal y Flaubert. Ambos, dijo, hallaron en una edición infantil del Quijote una primera chispa de risa, de hallazgo literario. Para Flaubert, incluso, la caligrafía colorista de esa edición infantil de 1928 se imprime en su memoria para el resto de su obra. Stendhal, niño huérfano de madre, recuerda cómo esa fue la primera risa tras su pérdida. Estos autores fueron educados en el Quijote a través de ediciones preparadas para un lector aún no preparado para lo complejo, señal inequívoca de cómo se puede tender un puente entre lector novicio y gran literatura.
Muñoz Molina concluyó: “Cada edad, cada persona y cada situación hace que el libro nos llegue de una manera distinta”. Rechazó la visión taxativa defendida por Vargas Llosa –quien sitúa edades fijas para lecturas– y abogó por un concepto más flexible: “El libro cambia a lo largo de la vida igual que cambiamos nosotros. Es como si fueras escuchando más notas”.

¿Puede la literatura tradicional ‘salvarnos’?
Otro de los hilos argumentales de la presentación fue la relevancia de la literatura tradicional para dotarnos de herramientas frente a la manipulación contemporánea: “¿Puede la literatura tradicional salvarnos?”. Cervantes, según Muñoz Molina, consagró un vasto catálogo de géneros narrativos: desde refranes y cuentos folclóricos, pasando por novelas manuscritas ilegales, hasta los relatos transmitidos oralmente. En tiempos en que no había imprenta libre sino censura y costes, la lectura colectiva —en voz alta— imponía una recepción social y emocional muy intensa.
Contó cómo Cervantes se obsesionaba con cómo cada tipo de historia era recibida por el lector o el oyente. Relató que personas reales, en su época, reaccionaban con pasión —”como si enloquecieran”— al leer. Santa Teresa de Jesús, por ejemplo, relata que sus lecturas de libros de caballerías generaron en ella y su hermano un impulso suicida: “Se escaparon de casa para morir como mártires en Jerusalén”.
Muñoz Molina recogió esta dimensión emocional y colectiva de la ficción y la trasladó a nuestros días, en los que la tecnología digital se ha endeudado con esa misma capacidad de sugestión. “Cuando veo la facilidad con que las personas pierden la realidad pegadas a la pantalla, pienso en Cervantes: ‘Pasaba los días de claro en claro y las noches de turbio en turbio’”. Es, insistió, una lección sobre el poder de la ficción y la necesidad de educar la lectura profunda para distinguir entre lo real y lo aparente. El cine, como la novela, seduce al cerebro y lo abduce. Por ello, subrayó, la lectura literaria —esa “educación gradual”— es nuestra mejor defensa contra la confusión de la realidad.
El influjo cervantino en la literatura anglosajona
Otro capítulo del encuentro se centró en el impacto de Cervantes en la literatura inglesa. “No es que haya una influencia, es que Cervantes determina el discurrir de la novela en inglés”, afirmó con rotundidad. Puso como ejemplo una obra perdida de Shakespeare basada en Lucila y Cardemio; habló de The Female Quixote (1750), de Charlotte Lennox, con lectoras como Jane Austen, donde aparece una mujer que convierte en romanticismo todo lo que la rodea. O también Northanger Abbey, esa primera novela de Austen de tono “quijotesco”, en la que sus protagonistas imaginan castillos, fantasmas, como si viviesen dentro de una novela gótica.

Mencionó a George Eliot: su Middlemarch bebe de Dorotea, un personaje que se imagina como Dorotea de Cervantes y que acaba cegada por su imaginación, como tantos protagonistas cervantinos. “La literatura americana también está impresa por ese hilo cervantino: Mark Twain, Melville, Faulkner…”. Ese legado, dijo, es más que una influencia estilística: es una impronta de mirada, una forma de habitar el mundo.
En cambio, la novela española vivió un vacío: tras Cervantes, apenas surge una gran prosa novelística hasta Galdós o Clarín en el XIX. Ese hueco, indicó Muñoz Molina, se debió a factores históricos: el cierre de España tras la prohibición de que los estudiantes salieran al extranjero, el endurecimiento del idioma por la limpieza de sangre y la censura, el peso de la Inquisición. Mientras en Inglaterra florecía una burguesía lectora —y mujeres que escriben novelas porque solo necesitaban lápiz y papel— en España, el encierro social propició una literatura cada vez más hermética. Como curiosidad mencionó las “parodias cervantinas” sobre personajes enloquecidos, no por leer caballerías sino por Rousseau o la Constitución de 1812: un ejemplo burlesco, grotesco, de personas que se intoxicaban con esos textos hasta perder la razón.
Personajes femeninos: Dorotea, Marcela, Dulcinea y más
Llegó finalmente el momento más esperado: ¿qué pasa con las mujeres en Cervantes? Muñoz Molina trazó una advertencia: “Cervantes es del siglo XVII, no del XXI”. Sus personajes reflejan opiniones subordinadas en su época, pero lo relevante, puntualizó, no es lo que Cervantes opina sino cómo crea personajes femeninos fuertes: “No me interesa su opinión, sino sus creaciones”, aclaró.
Tomando ejemplos del Quijote, presentó a Marcela como arquetipo de eros y de libertad: en un relato pastoril clásico, la pastora rompe el molde y proclama —en discurso radical para su tiempo— que no ha nacido para complacer el deseo masculino, sino para seguir libre. En palabras del autor: “Libre nací y para vivir libre escogí la soledad de estos campos”. Y esa revolución de género, esa mudanza del objeto poético al sujeto, lo convierte en un alegato femenino potente e inusual.
Luego destacó a Dorotea: “Es mi personaje preferido”. Mujer activa, que se despoja de su rol doméstico, abandona a su amante, se disfraza y asume un papel nuevo —la Princesa Micomicona— para reclamar justicia. Una mujer que actúa, se equivoca, sufre, se empodera, en suma: un personaje deliberadamente escrito con complejidad psicológica.
Mencionó además a Dulcinea, cuya presencia, aunque sólo existe en la imaginación de Don Quijote y Sancho, es fundamental como proyección masculina de un ideal que no aparece nunca en carne y hueso, pero que vive en el relato. También introdujo a la esposa de Sancho Panza, que se muestra sensata, justa, pragmática: “Con esta desgracia nacemos las mujeres, de estar sujetas a nuestros maridos aunque sean unos porros”. Y añadió la mujer disfrazada de pirata, y la duquesa altiva, fría, aristocrática. Incluso en novelas ejemplares y teatro, hay figuras femeninas intensas.
“Aunque no era un adelantado al feminismo”, admitió, “sus personajes femeninos son lo que más me interesa”. Y pidió que no se evalúen a través del filtro actual sino atendiendo a la vitalidad y voz que Cervantes les da en su escritura.

La influencia cervantina en su propia obra
Muñoz Molina habló también de los ecos cervantinos en su trayectoria literaria. Mientras muchos autores reconocen modelos formales o temáticos, él señaló algo más profundo: el poder de la mirada crítica, la ironía, el humor irónico y la desconfianza ante los grandilocuentes. Su lectura de Cervantes le enseñó a adoptar una posición escéptica: empezando una frase para el más alto tono y rematándola en chanza. Citó su propio uso del humor en su prólogo de Novelas ejemplares, donde habla de sus seis dientes y los elogia y corrige en la misma frase.
También evocó el final de la segunda parte del Quijote: cuando don Quijote muere y los personajes —ama, sobrina, Sancho— lloran, pero también ríen. “Y entonces dio su espíritu… quiero decir que se murió.” Esa ruptura de la solemnidad, mezclando emoción y carcajada, es una lección de modestia. “Y esa ironía, esa retranca, esa parodia en tiempos rígidos”, dijo, “es una herramienta cervantina que necesitamos hoy más que nunca”.
Imaginación como acto de resistencia
El encuentro terminó con una defensa apasionada de la imaginación humana. “La imaginación es una herramienta de resistencia, de resistencia humanista”, proclamó. Frente a la inteligencia artificial —no humana, subrayó—, frente a algoritmos que pretenden manipular nuestra percepción, la imaginación literaria es el mecanismo más sólido para preservar la conciencia y la libertad. Cervantes, hombre de límites sociales y económicos, se forjó en entornos distintos: la miseria familiar, los viajes en Italia donde respiró el ambiente de Caravaggio, Monteverdi, Bocaccio; la experiencia bélica de Lepanto, comparable a la invasión de Normandía; cinco años de cautiverio en Argel, en una metrópoli de más de 100. 000 habitantes; una ciudad donde el valor se atribuía al mérito, no la limpieza de sangre. Esa experiencia cosmopolita, marginal y abierta es la base de su imaginación y su libertad de espíritu.
“Ese espíritu humanista italiano —ese humanismo crítico, humorístico, irónico— es más actual y urgente que nunca”, sentenció Muñoz Molina. Y lo ejemplificó con el episodio del Rebuzno en Cervantes (“No rebuznaron en balde ni uno ni otro alcalde”), donde dos pueblos se enfrentan en una discusión absurda: una propuesta de humor crítico frente a la rigidez del poder.
El autor no escatimó en revelar su proceso personal de escritura. “Nació de forma natural. Escribía sin orden, el orden vino después”. Rememoró la infancia: cómics, películas del oeste, El Jabato, El Capitán Trueno, seriales donde los protagonistas eran caballeros andantes. En condiciones parecidas a las de Cervantes, que leía Amadís de Gaula. Evocó cómo su vecindario en Úbeda se impregnó de Curro Jiménez; cómo un compañero alquiló caballos y montó una taberna temática.
Introdujo su propia lectura de Flaubert o Dostoievski como herederos de Cervantes; habló de su primer libro, de su etapa en el ejército, donde llevaba el Quijote en el bolsillo; de las reuniones con amigos en Úbeda hablando de la obra; de cómo El Quijote fue refugio en momentos de enfermedad o confusión existencial, cuando la ciudad, el dinero, el coche, la especulación se convertían en agresores. Un libro puede ser un espacio de defensa, de lectura iluminadora.

Viaje cervantino: desde Toboso a la cueva de Montesinos
Casi como una crónica de viaje espiritual, Muñoz Molina narró sus desplazamientos por lugares vinculados a Cervantes: Toboso, Puertolápice, Esquivias, los molinos de viento, la cueva de Montesinos. Y mientras viajaba, escuchaba Graceland, de Paul Simon, otro viaje musical que acompaña al literario. Dijo que eso lo llevó a situarse distintas voces en el libro: su propia voz, sí, pero también la de aquellos lugares, la de Cervantes, la de sus personajes. Y por eso el libro se acerca más a un ensayo, una autoficción, un diario emocional, que a una obra académica. El ensayo sería legítimo, pero a él eso no le bastaba, necesitaba “mostrar desde qué posición estaba escribiendo, y qué efecto estaba teniendo sobre la vida”.
Y así Muñoz Molina devolvió la frase de Stendhal: “La única manera de ser original es ser uno mismo”. Esa propuesta sintetiza su apuesta por una escritura que no imita modelos prestigiosos, sino que mira desde lo personal, con ironía, vocación de libertad y exigencia estética, sin pompa innecesaria.
El resultado es El verano de Cervantes: un libro híbrido, poliédrico, que conjuga lo real y lo literario, el viaje personal y la historia de las letras, la estructura cervantina y su reescritura contemporánea. Un libro para leer de múltiples formas: la historia de la vocación lectora, una carta de amor a Cervantes, una exploración de los géneros tradicionales y un manifiesto sobre la imaginación como arma para preservar la sociedad frente al adormecimiento tecnológico y la centralización de la información.