Opinión

Cuando ellas también disparan

Actualizado: h
FacebookXLinkedInWhatsApp

El asesinato de Charlie Kirk durante un mitin universitario en Utah ha sacudido titulares, indignaciones políticas y temores de una sociedad que ya parecía al borde de una implosión violenta y que parece aguardar, casi salivando, una brizna más de paja que incline la balanza a su favor. Pero mientras ese crimen ocupa horas de análisis mediático, en Argentina ocurrió algo extraño que casi ha pasado inadvertido: una adolescente de 14 años irrumpió en una escuela secundaria en La Paz, Mendoza, con una 9 milímetro que le había escamoteado a su padre, disparó al aire, y se atrincheró. No hubo víctimas.

Cuando pensamos en crímenes con arma la imagen es clara: hombres que disparan, hombres que matan, hombres que dominan la narrativa pública de la violencia. Ellos son los protagonistas de las estadísticas, de los titulares y de las ficciones. No resulta casual que la última pregunta que le hicieron a Charlie Kirk antes de asesinarlo fuera qué número de ejecutores de tiroteos masivos eran personas trans. Kirk llegó a responder: cinco. Intentaban mover el marco, unos y otros, de la violencia como patrimonio masculino.

Las mujeres, en cambio, aparecemos en los medios como de víctimas, o incluso mártires (así se está contando el recientísimo asesinato de la joven Iryna Zarutska) o vengadoras ocasionales de un amante traicionado. La mujer que mata fuera de ese guion se etiqueta como anomalía, rareza biológica o caso médico.

Y, sin embargo, la adolescente de Mendoza disparó y se atrincheró. Por suerte, no hubo muertos, pero el gesto descolocó las certezas: una joven, armada y activa en un espacio institucional. No es una serie, no es una novela negra. La reacción, sin embargo, ha sido mínima: ni admiración escandalosa ni condena tajante, apenas un murmullo. En realidad, no sabemos qué hacer con esa imagen, porque desarma el esquema: otra cosa hubiera sido que ella se hubiera lesionado, como hacen miles de jovencitas. La sociedad entiende muy bien que sus cuerpos están hechos para sufrir.

Pero la violencia femenina despierta un abanico de respuestas incómodas. Entre la fascinación morbosa: ¿qué la llevó a eso?, ¿qué clase de monstruo doméstico la fabricó? y la censura moral más conservadora: una niña con un arma es un fallo de la familia, un error del sistema, ¿dónde estaba ese padre policía, a quién vigilaba? Lo que rara vez se admite es lo obvio: que una sociedad que normaliza la violencia en todas sus formas —verbal, simbólica, física— produce hijos e hijas capaces de reproducirla.

En el fondo, el asesinato de Charlie Kirk no nos ha sorprendido tanto como debiera. La polarización política, el clima de amenazas, el odio verbal constante lo habían anticipado. Nadie duda ya de que la violencia forma parte del menú democrático norteamericano. En Mendoza, en cambio, la adolescente disparó pero no mató. Lo que incomoda no es la violencia en sí —estamos sobrados de ejemplos— sino la evidencia de que también puede habitar en cuerpos dóciles.

La violencia no nace de la nada. Crece como maleza en sociedades que toleran insultos de odio, acosos constantes, agresiones corporales, desigualdad de género, amenazas en redes, burlas machistas, desigualdades laborales, castigos normalizados, discriminación sexual o racial. En esos campos se crían los futuros agresores. Y cuando una mujer cruza esa puerta no revela una aberración aislada, sino que la semilla estaba en todas partes.

El machismo moldea el cuerpo masculino hacia la agresión, pero también educa a las mujeres en la represión, la ira contenida, la subordinación simbólica. Crecemos, crecen aún, con la idea de que nuestras voces deben ser suaves, nuestros cuerpos discretos, nuestras reacciones controladas. Cuando una de nosotras rompe ese guion, el estupor social es inmediato. Tan inmediato como la condena.

El asesinato de Kirk se ha convertido ya en un espectáculo político, con declaraciones solemnes y duelo público, con regocijo de los rivales y burlas crueles. La violencia masculina siempre encuentra un escenario mediático. Las violencias menores, las que no matan, las que se esconden en colegios, en pantallas, en grupos de WhatsApp, permanecen invisibles. Resulta duro admitir que los tejidos de nuestra convivencia están rotos, que los valores que transmitimos son la revancha, el miedo, la humillación del otro. Y que mientras neguemos esa evidencia, seguiremos criando generaciones enteras de expertos en violencia.

El feminismo no puede limitarse a contar víctimas. Reconocer que las mujeres también pueden ser violentas no resta importancia a la violencia masculina; al contrario, amplía la discusión, obliga a preguntarse por la raíz común que compartimos. Y revela algo de lo más incómodo: que lo que hemos naturalizado como cultura de género es también una cultura de violencia. Y que mientras sigamos alimentándola, no habrá cuerpo —masculino o femenino— que quede a salvo.

TAGS DE ESTA NOTICIA