Hace exactamente un año, los móviles empezaron a sonar. Y ese aviso tardío fue letal para muchos: algunos salieron corriendo a buscar a sus familiares. Otros pensaron en lo material, e intentaron sacar sus coches de los garajes, que se convirtieron en trampas mortales, para ponerlos en alto. Algunos se asomaron al barranco del Poyo para comprobar con sus propios ojos cómo se desbordaba. Otros, simplemente, estaban apaciblemente en su casa, o desempeñando todavía su oficio, cuando la tromba de agua les pilló desprevenidos. Cuando la alarma de la DANA quiso sonar, muchos teléfonos se encontraban ya bajo el agua y el fango.
Volver a Paiporta, la “zona cero” de la DANA fatídica que en los días sucesivos al 29 de octubre de 2024 se cobró 229 vidas, no es fácil. El barranco sigue prácticamente en las mismas condiciones: no se ha reconstruido, y la pasarela del puente que la fuerza del agua se llevó aquella noche de pesadilla ha sido reabierta hace tan solo 10 días. “Yo trabajo en el Ayuntamiento, y ahora cruzo el puente dos veces al día, para ir y para volver. Pasar por aquí es terrible, pero es mejor que cuando tenía que irme al puente de la estación, dando una vuelta enorme, para llegar a mi lugar de trabajo”. A María José la riada la pilló en la peluquería; ninguna de las presentes esperaba semejante cantidad de agua. Pero la Policía llegó para rescatarlas y ponerlas a salvo.

Sin ganas de recordar
“Sólo tengo palabras de agradecimiento para aquellos policías. Hicimos una cadena humana para conseguir salir, y unos vecinos nos abrieron su finca. Allí pasamos toda la noche, empapados, tiritando, oyendo gritos de personas que no consiguieron salvarse”. Esta vecina de Paiporta mira hacia el barranco mientras habla con Artículo14, donde una infinidad de velas han aparecido esta semana para conmemorar la tragedia. “Esta semana es peor; algunos hemos tirado hacia adelante como hemos podido, pero ahora toca recordar… y yo no puedo. Psicológicamente no estoy bien, y no me apetece. El trabajo en el Ayuntamiento no podía detenerse en un momento así, así que tuvimos que seguir trabajando para ayudar a los vecinos. ¿Y quién nos ayudaba a nosotros?”.
Tanto María José como Carmen, otra vecina, reconocen que las secuelas psicológicas han ido creciendo a lo largo de este tiempo. “No estamos bien. Hemos pedido ayuda en el ambulatorio, pero tampoco dan abasto. En mi finca seguimos sin ascensores, y los comercios de la zona siguen cerrados. No hay normalidad. Y cruzar el barranco todos los días no ayuda, tenemos miedo”, explica Carmen. Las casas pegadas al barranco, en el carrer Sant Jordi o Antonio Machado, continúan destrozadas, y se ven infinidad de pintadas, de insultos contra Mazón a exigencias de pago de ayudas.

“No hay palabras para lo que ocurrió en Paiporta. Es diferente a cualquier otro punto de Valencia: es una vergüenza. Somos todos paisanos, todos compañeros; yo llevo el dolor de cada uno conmigo”. Salvador Xirivella, al que apodan “el músico”, se detiene frente a la estación de Paiporta, un lugar central para redistribuir a la población que gracias a una pronta actuación pudo reabrir a las pocas semanas de la tragedia. A sus 92 años, explica a Artículo14 cómo falleció su hermano: “Venía por esta parte del barranco, porque la verdad es que no estaba muy bien de la cabeza ya, y llegó a su casa, y ya no pudo salir. Pero los vecinos lograron salvarlo con cuerdas”. Salvador confiesa que, sin embargo, falleció al poco tiempo por lo que él cree que son complicaciones derivadas de esas horas bajo el agua. “Cada vez que escucho el himno de Valencia, se me escapa una lágrima por cada una de las personas que no consiguieron salvarse”.
“No hay una noche en la que no piense en ellos”
Los vecinos se juntan para compartir sus penas a pie de calle. Observan cómo las grúas y excavadoras han empezado a moverse “la semana pasada”. Hasta entonces había poco movimiento en el barranco. José y Rafa se ayudan con los contratistas: cada uno vive en una finca de 20 vecinos, y ambos continúan con sus patios destruidos. “Hemos pasado un año terrible. Las obras están valoradas en 75.000 euros, pero sólo nos han dado 40.000 porque el consorcio considera que todo lo demás son ‘mejoras estéticas’. Pero incluso hemos tenido que apuntalar nosotros las escaleras, con el riesgo que supone eso para todos”, explica José.

Ambos coinciden en que las ayudas que mejor y más rápido llegaron fueron las de los coches, pero que, sin embargo, no había stock. “Hemos estado meses sin coche, y algunos han tenido que irse a buscarlo a Pamplona o Albacete. Yo me compré uno cinco meses después de la DANA”, añade José. Rafa, que trabaja con la Cruz Roja, pertenece a un servicio que llaman “la oruga”, que se dedica a ayudar a personas con movilidad reducida (mayoritariamente personas mayores) a asearse, bajar a la calle, acompañarlas al médico o simplemente a tomar un café. “A día de hoy seguimos sin ascensores, por lo que un año después nuestro servicio sigue siendo el principal para este tipo de personas. Es todo un desastre, pero es que tampoco hay albañiles, ni electricistas… No salimos adelante”.
Ellos empezaron a ver cómo crecía el agua y decidieron correr a ponerse a salvo. Rafa dejó la moto y volvió a casa; José pretendía subir el coche al puente, pero lo dejó cerca de Telepizza y salió corriendo, ya con el agua a la cintura. “Una sobrina me vio por la ventana y me gritó que subiera a su casa. Me salvó la vida. Pasé la noche con ella, viendo cómo el agua se llevaba por delante puertas y bajos… y quizá algo más. Nunca habría pensado que se desbordaría el barranco: yo he jugado al fútbol aquí abajo, he pescado, me he bañado… ¡Cómo iba a desbordarse!”.

Desde el número 13 del carrer Sant Jordi, una mujer se asoma al oír la conversación. Frente a su puerta, la casa contigua permanece precintada, con las paredes hundidas y las ventanas rotas. La tristeza le cruza el rostro como una sombra. “Aquí vivían Milieta y Salvador, un matrimonio de 78 años. Murieron aquella tarde”, dice antes de que la voz se le quiebre. Eran sus vecinos, y ella, María José, no consiguió salvarlos. La culpa la acompaña desde entonces, aunque intenta sostenerse por su hijo, que tiene autismo. “Estuve aquí toda la tarde mirando el barranco. A las seis hablé con ellos; me prometieron que subirían al piso de arriba. Les pedí que se dieran prisa. Pero tuve que irme corriendo con mi hijo a casa de mi tía. Ellos se quedaron… y murieron ahogados”.
“Todavía escucho sus gritos de auxilio”
Jesús también observa las obras que empiezan en el barranco. Señala el árbol que quedó en el cauce, más fuerte que el propio puente, y que se convirtió en un símbolo de resistencia de todo un pueblo. “Esto era una ratonera, no podíamos salir por ningún lado. Ni las plantas bajas ni los comercios se pudieron salvar. Pasamos horas escuchando a los vecinos pedir auxilio. Gritaban: ‘¡Socorro, me ahogo!’, pero no podíamos ayudarles. Todavía escucho esos gritos cuando cierro los ojos por la noche”.
A sus casi 76 años, este vecino confiesa “estar muy mal”. “Tengo depresiones. Aunque mi hermano se salvó, fue a dejar el coche en alto y la corriente se lo llevó. Al final consiguió encaramarse a un coche y se refugió en una obra. Unos vecinos le lanzaron una cuerda y consiguieron rescatarlo. Qué milagro es ese…”, explica mientras recorre junto a Artículo14 la otra orilla del barranco. “A mí me ayudó mucho la gente joven. No tengo palabras suficientes para agradecérselo. Me había mudado a un tercer piso, pero si llego a vivir donde vivía antes, en la calle San Roque, habría muerto, como le ocurrió a mi vecina Fina: había ido a arreglarse una muela, y al volver a casa se tomó unas pastillas para el dolor, y se quedó dormida. El agua la sepultó”. Él tenía solo 8 años cuando ocurrió la riada del 57, pero recuerda el agua, y el hambre que pasaron después. “Nunca me voy a recuperar de lo que hemos vivido aquí”.

Manuel, con su camisa de cuadros marrón, está sentado en un banco mirando a la gente pasar. Él vive en Antonio Machado: lleva 55 años habitando ese barranco. “Yo estaba en el balcón y veía el agua subir poco a poco. No pasé miedo, pero en apenas unos minutos vi cómo el agua se desbordaba, y eché a correr con mi mujer. El agua venía corriendo detrás de mí”. En su caso sólo lamenta pérdidas materiales.
El relato de Rafael Torregrosa se cruza con el de tantos otros que aquella tarde salieron de casa sin imaginar lo que se avecinaba. “Me di la vuelta en dirección contraria. Me metí en un patio, y un vecino que ni me conocía me dejó dormir en su casa. La gente paseaba como si nada, sin saber lo que iba a pasar. Nadie avisó. No supimos nada hasta que vimos el agua subir por las calles, y lo arrasó todo”, cuenta mientras muestra la puerta nueva de su casa. “Se lo llevó todo. Los bajos no los pagan, sólo las viviendas. A mí me dieron 6.000 euros, pero fatal… no compensa nada”. Entramos en el garaje y nos señala el nivel que alcanzó el agua, aunque ahora ya ha pintado y no se aprecia: “Esto no era una riada… era un tsunami. Venían olas gigantes, marrones, cargadas de suciedad. Era un espectáculo”.

En el extremo opuesto del barranco, Yanet aún puede señalar el punto exacto en el que vio caer el puente. “Estaba parada mirando cómo pasaba el agua, con una furia que no he vuelto a ver. Salimos todos a mirar, como si pudiéramos entenderlo. De repente el agua abrazó el puente y se lo llevó entero. Mi hija gritaba desde el balcón: ‘¡Corre, corre!’. Subí al segundo piso. Pasamos la noche mirando desde allí, sin poder hacer nada. Mis yernos no pudieron entrar, mi madre estaba fuera… Fue una pesadilla”.
María y Leire, madre e hija, respiran aliviadas porque su zona fue una de las pocas donde las nuevas alcantarillas aguantaron cuando volvió a llover fuerte este otoño. “Esta vez drenó bien, pero nos da ansiedad. Tenemos un hijo pequeño y vivimos con miedo. Lo perdimos todo. No queremos que vuelva a pasar”, dicen, con la mirada fija en el barranco que parte el pueblo en dos. Los más sabios todavía recuerdan la zona que era de secano y la de regadío; según ellos, los barrancos se forman por una razón, y no se debería construir cerca de sus orillas.
Amparo, que vive justo en la calle paralela, empuja el carrito de su nieto, el pequeño Xavi. Es lo que toca: los abuelos siempre al rescate. Recuerda lo sucedido con una mezcla de entereza y resignación. “A mí me pilló en casa, pero mi hija estaba en la calle con el padre de la criatura, mi yerno. Él murió. Aquí el agua llegaba hasta el primer piso, rompía persianas, arrancaba puertas. Era una montaña de fuerza. Es algo imposible de olvidar. Ves el pueblo, ves las persianas torcidas, las casas a medio arreglar… y la tristeza vuelve. Mi patio lo están reparando ahora, un año después. Los coches se han pagado casi todos, pero bajos y garajes siguen pendientes. Y el ascensor nos recuerda constantemente que no podemos vivir así”.

Pili, en cambio, quiere hablar del después. “Sesenta o setenta euros cada sesión de psicólogo. Lo hemos perdido todo, pero seguimos pagando para poder dormir. Y eso que gracias a los voluntarios salimos adelante: la gente traía electrodomésticos, ropa, lo que podía. Ahora, con el aniversario, todo el mundo está peor. Hay un bajón generalizado, se nota en el ambiente. Sabemos que muchos estamos libres de milagro, y recordarlo nos pone la piel de gallina. Yo iba a sacar el coche y me quedé bloqueada, sin saber moverme. Los vecinos me subieron al primer piso, porque yo no podía reaccionar. Mi hermano bajó a abrir las alcantarillas, pensando que eso serviría de algo, y casi no lo cuenta. Cuando llueve, mi cerebro se activa: pienso en tener velas, conservas, una linterna. Por si acaso”.
Más arriba, junto al tramo del barranco que sigue vallado, Manuel está cubriendo una zanja con cemento, no vaya a ser que alguien se haga daño. Albañil jubilado, lleva 55 años dedicado a lo que ahora hace más falta: construir y reconstruir. “Estamos esperando al seguro, pero mientras tanto, hago esto por mi nuera: si cualquier persona se tropieza en este agujero, puede hacerse daño y nosotros, meternos en un lío”. Hoy cuenta con serenidad cómo logró escapar a duras penas de la riada, aunque sus ojos se humedecen cuando habla del pasado. “Llevo toda la vida viendo este barranco. De niño jugaba aquí, pescaba… nunca pensé que sería nuestra tumba”.

A unos metros, un anciano de nombre Hermógenes Martínez, natural de Molina de Aragón pero más valenciano que todas las familias de Paiporta juntas, interviene en la conversación con una reflexión amarga. “La primera riada de Valencia, la del 57, ya fue un desastre. Y lo sigue siendo por culpa de la humanidad. Se estudió todo esto, miles de barrancos como este, y no se hizo nada. Ahora vuelven a decir que están en proyecto, pero tenían que haber estado hace años. El ser humano tiene un egoísmo ciego. Si tuviéramos dos dedos de frente, Valencia no existiría como está. La huerta era para comida, no para comercios. Debería haberse construido desde Buñol hacia arriba. Si hubiera una buena depuradora para toda Valencia, el agua no estaría contaminada”. Aunque mezcla un sinfín de temas, no le falta razón, y decide acompañar a Artículo14 en su camino hacia la iglesia de San Ramón Nonato.
Allí, el párroco de uno de los municipios más golpeados por el temporal, donde el saldo de fallecidos asciende a más de 60, permitió que seis personas lograran ponerse a salvo, ofreciendo un rayo de esperanza en medio de la catástrofe. También allí, el sacerdote Salvador Romero presenció un milagro: aunque el agua subió más de dos metros, el cáliz y el corporal que dejó en la sacristía tras celebrar la misa aquel 29-O permanecieron intactos, secos y sin barro. Un año después, los feligreses recuerdan el milagro, pero sobre todo dan gracias por haber recuperado su iglesia. En un año hemos conseguido hacer obra y tener la iglesia como nueva. Eso es mayor milagro que lo del cáliz…”.

Un año después, Paiporta sigue viviendo junto al barranco con una mezcla de miedo y resignación. Las obras avanzan despacio, las ayudas no llegan a todos y los recuerdos siguen demasiado cerca. Nadie aquí habla de pasar página: solo de poder dormir tranquilos la próxima vez que vuelva a llover.


