Cine y feminismo

Por qué ver ‘El Apartamento’ con las gafas violetas te la estropeará para siempre

Wilder filmó una comedia romántica que fue ovacionada por la crítica, pero la mirada feminista revela una historia de acoso laboral, explotación emocional y amor construido sobre desigualdad

Por qué ver 'El Apartamento' con las gafas violeta te la estropeará para siempre
Por qué ver 'El Apartamento' con las gafas violeta te la estropeará para siempre

Cuando se estrenó en 1960, El Apartamento fue recibida como una joya: mezcla precisa de comedia romántica y crítica social, galardonada con cinco premios Oscar, entre ellos mejor película y mejor director para Billy Wilder. Jack Lemmon, en el papel del entrañable C. C. Baxter, encandiló al público como el oficinista gris que presta su apartamento a sus jefes para sus aventuras extramatrimoniales y termina enamorándose de Fran Kubelik (Shirley MacLaine), la ascensorista vulnerable que mantiene una relación tóxica con el jefe supremo de la compañía.

Durante décadas, el filme se vio como una obra maestra del ingenio, un retrato de la soledad urbana y una historia de amor improbable que terminaba en un “felices para siempre”. Pero basta ponernos las gafas violeta —la mirada feminista que reinterpreta las dinámicas de poder, género y violencia— para que el encanto se derrumbe y surja otra película: la de una mujer atrapada en una red de abusos, un hombre que se aprovecha de su vulnerabilidad y una empresa que normaliza la explotación femenina como parte del engranaje laboral.

El amor como saldo de cuentas

A primera vista, Baxter es un antihéroe simpático: un oficinista mediocre que busca ascender en la pirámide corporativa cediendo su apartamento a los jefes. Pero, ¿qué implica esta cesión? Que el ascenso profesional se negocia a costa de la dignidad de mujeres obligadas a mantener encuentros sexuales en la clandestinidad, en horarios prestados y espacios de otros. Baxter se convierte en cómplice de ese circuito de acoso institucional, aunque el guion lo disfrace con torpeza cómica y whisky en vasos de plástico.

Cuando conoce a Fran Kubelik, la ascensorista, Wilder presenta un juego de seducción que se sostiene sobre clichés: ella es dulce, insegura y atrapada en la promesa de un hombre que nunca dejará a su esposa. Baxter, el “buen tipo”, se ofrece como alternativa. Pero visto desde hoy, ¿qué clase de relación nace de ese contexto? Baxter se aprovecha del desmoronamiento emocional de Fran, de su intento de suicidio, de su soledad. El amor aparece no como un encuentro de iguales, sino como la oportunidad que tiene él de salvarla y, en consecuencia, salvarse a sí mismo.

El machismo que pasaba inadvertido

La clave está en los detalles. Cuando Baxter le pide a su vecina que le cubra la coartada de las visitas nocturnas, ella cree que es un mujeriego empedernido. Nadie sospecha que en realidad es un eslabón más de la maquinaria patriarcal que convierte los cuerpos de las trabajadoras en moneda de cambio. Fran, ascensorista, es el ejemplo perfecto: su función en la empresa no es solo subir y bajar pasajeros, sino estar disponible para el jefe.

El filme se sitúa en un Nueva York moderno, con edificios de oficinas impersonales y fiestas de Navidad llenas de alcohol y secretarias solitarias. Pero el trasfondo es tan actual que incomoda: el workplace harassment que hoy conocemos estaba ya ahí, normalizado, invisibilizado, presentado como parte del juego adulto. Las risas en la platea tapaban lo que, en realidad, era un diagnóstico de la precariedad emocional de las mujeres trabajadoras.

De Wilder a Weinstein: la continuidad incómoda

El Apartamento se estrenó seis décadas antes del movimiento #MeToo, pero verlo hoy es como ver en blanco y negro lo que Harvey Weinstein hizo en tecnicolor. El jefe de Fran, Jeff Sheldrake (Fred MacMurray), encarna al depredador corporativo que manipula, promete y desecha. No es un villano caricaturesco: es un hombre encantador, casado, que usa su poder para conseguir lo que quiere. Y el sistema entero se lo permite.

La película, desde una lectura feminista, no solo retrata un caso particular, sino que desvela la lógica de una cultura en la que los ascensos, las cenas de empresa y los apartamentos alquilados se convierten en la tapicería de la explotación. Que la crítica celebrara la “finura” del guion sin señalar esta violencia revela cuánto ha cambiado —y cuánto falta por cambiar— nuestra sensibilidad cultural.

El desenlace, con Fran corriendo hacia el apartamento de Baxter tras abandonar a Sheldrake, suele leerse como un triunfo del amor auténtico. Pero si cambiamos el ángulo, lo que vemos es otra cosa: una mujer que acaba en los brazos de un hombre que fue testigo —y cómplice— de su humillación. Baxter deja de prestar su casa a los jefes, sí, pero no renuncia al mismo sistema que lo formó. Su victoria personal es mínima, casi irrelevante frente a la pregunta central: ¿por qué la felicidad de Fran depende de encontrar refugio en otro hombre en lugar de en sí misma?

Ese final feliz resulta incómodo, porque lo que se presenta como un gesto romántico es, en realidad, un desenlace resignado: ella no tiene otra salida más que elegir al “menos malo”. La emancipación femenina ni siquiera aparece en el horizonte narrativo.

Nada de esto resta valor artístico a El Apartamento. Wilder sigue siendo un maestro de la ironía, Lemmon un cómico brillante y MacLaine una actriz que dota a Fran de una fragilidad conmovedora. Pero el ojo contemporáneo ya no puede pasar por alto lo que la trama naturaliza. La película, vista con las gafas violeta, se convierte en un documento de época sobre el machismo institucional y las trampas del amor romántico. Verla hoy es enfrentarse a la incomodidad de descubrir que hemos aplaudido durante décadas lo que, en el fondo, era una normalización del abuso. Por eso la advertencia es clara: si te pones las gafas violeta para ver El Apartamento, ya no podrás quitártelas.

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