Bad Bunny ha generado un sacudón justo cuando muchos esperaban ver su nombre en los grandes escenarios de Estados Unidos como parte de su gira Debí Tirar Más Fotos. En declaraciones recientes, el puertorriqueño explicó que no incluyó fechas en el territorio continental estadounidense porque tiene miedo de que agentes del ICE (Immigration and Customs Enforcement) puedan hacer redadas en los conciertos, afectando especialmente a sus seguidores latinos o inmigrantes. “Había muchas razones… ninguna era por odio”, matizó; pero enfatizó que la posibilidad de que “el ICE estuviera afuera [del concierto]” era algo que él y su equipo consideraron con preocupación seria.
Desde su isla natal, donde realiza una residencia hasta mediados de septiembre, Bad Bunny convierte cada presentación en un acto de resistencia cultural: se reafirma como puertorriqueño, denuncia las políticas migratorias y la invisibilidad colonial que rodea al estatus de Puerto Rico. Su decisión no es un simple cálculo logístico: es una concesión de tensión entre su rol como estrella global del reguetón y su responsabilidad hacia un público vulnerable que podría estar expuesto a amenazas reales, físicas, legales.
Bad Bunny no está solo en este uso político del micrófono. Taylor Swift, por ejemplo, ha evolucionado de evitar declaraciones públicas a ser una de las figuras pop contemporáneas que más tensan las líneas entre arte, espectáculo y política. Aunque Swift no lo ha manifestado de la misma forma que Bad Bunny —su activismo suele surgir en elecciones, causas sociales o derechos civiles— su música y su presencia mediática han dejado claro que ya no son tiempos de silencio. Canciones como Miss Americana & the Heartbreak Prince cruzan lo íntimo con lo político, y colaboraciones, declaraciones y posturas públicas la han convertido en un referente para quienes creen que la música popular puede (y debe) hablar sobre lo que afecta al cuerpo social. Además, por supuesto, de pedir directamente el voto para el Partido Demócrata.
Este cruce de música y política no es nuevo, pero se ha intensificado con artistas cuyas audiencias trascienden fronteras, identidades, y condiciones migratorias. Lo que hace diferente la posición de Bad Bunny es que su preocupación no es teórica: está teniendo un impacto directo en cómo organiza sus giras, dónde actúa, cómo decide que será seguro para su público. No es solo cantar sobre injusticia, es actuar para minimizar el daño.
Para Taylor Swift, el riesgo también existe, aunque de forma distinta: puede perder parte de su público, ser criticada, ser interpelada por quienes piensan que los artistas deben “mantenerse aparte”. Sin embargo, ella ha cruzado esa frontera ya varias veces. Apoyos electorales, intervenciones en redes sociales, canciones con metáforas políticas: su altavoz no es estridente, pero sí constante, y sus silencios pesan tanto como sus palabras.

Estas actitudes levantan preguntas importantes: ¿hasta dónde puede un artista ceder de su libertad creativa para denunciar? ¿Qué tan responsable es frente a las consecuencias de lo que dice o lo que deja de decir? ¿Y qué pasa cuando artistas latinoamericanos, indígenas o de contextos marginalizados sienten que, si no hablan, estarían negando su propia identidad, y si hablan, se exponen al boicot, la censura, o el miedo de ser blanco de represalias?
Bad Bunny, Taylor Swift y otros artistas contemporáneos demuestran que ya no se trata solo de música, giras y ventas. Se trata de reconocer que el escenario no es neutral, que hay cuerpos que no pueden desplazarse libremente, que hay fronteras invisibles pero letales, que la palabra “concierto” puede ser también un espacio de protesta, de afirmación, de seguridad para quien desearía participar y teme ser expulsado.
Para quienes apoyan estas decisiones, lo esencial es no mirar a la música solo como espectáculo, sino como espacio político: quien tiene millones de fans también puede tener voz, y dejar de usarla puede equivaler a ser cómplice. Bad Bunny lo ha demostrado al decir “no” a mercados poderosos por encima de ganancias, cuando cree que esas ganancias podrían implicar peligro para su gente. Y Taylor Swift lo demuestra cuando una gira, una canción o una declaración ya no pueden obviarse como neutros, porque lo neutro no existe en un mundo de desigualdad.