Opinión

El tiempo de cuidar

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Hay victorias que no abren telediarios, ni generan portadas, pero transforman una vida, y eso implica que, a medio plazo, transforman muchas vidas. La sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía que ayer mismo reconoció a una trabajadora el derecho a reducir su jornada en un 99 % para cuidar a su hijo enfermo es una de esas victorias mínimas y gigantes. Lo que se le concede el que se pueda quedar junto al niño que la necesita sin perderlo todo, sin verse obligada a elegir entre su empleo y su hijo.

Aun así, detrás de esa conquista late una pregunta incómoda: ¿por qué el cuidado sigue dependiendo de cuánto esté dispuesta a sacrificar una persona? La conciliación en España se formula casi siempre como un trueque: tiempo por salario, cuidados por carrera, amor por independencia. La trabajadora del fallo andaluz ha ganado un derecho que debería estar garantizado, pero el modo en que lo obtiene —tras tres años de litigio, ante la resistencia de su propia administración, y renunciando al 99 % de su jornada— es la prueba de cómo medimos el valor del cuidado.

Cuidar, hoy, se realiza “en los márgenes”: fuera del horario laboral, a costa de las horas de sueño o de la salud mental. Se sostiene mayoritariamente sobre los hombros de madres, hijas, esposas o hermanas que reorganizan el mundo para que los demás  sostengan el suyo. Y aunque el discurso público se llena de palabras amables —corresponsabilidad, conciliación, igualdad—, los hechos se anclan en la misma lógica de siempre: el tiempo del cuidado no produce, y por tanto no se paga.

El caso andaluz pone rostro a una paradoja. La ley permite la reducción de jornada para atender a menores con enfermedades graves, pero solo si se asume el recorte salarial correspondiente. Es decir, el sistema reconoce que el cuidado es necesario, pero lo financia con el sueldo de quien cuida. La maternidad, la enfermedad o la dependencia se gestionan como si fueran caprichos individuales, no realidades estructurales de una sociedad (cada vez más) envejecida. La justicia puede corregir casos concretos, pero no reforma la base de una cultura laboral que sigue penalizando el afecto.

Hay una trampa invisible en la manera en que entendemos la conciliación: damos por hecho que el tiempo de trabajo es sagrado y el tiempo de los cuidados opcional. Lo laboral se protege con leyes, sindicatos y convenios; lo doméstico se improvisa con favores, culpa y remiendos. De ese desequilibrio nace la fatiga silenciosa de millones de mujeres que viven en un doble turno perpetuo: producen y cuidan, rinden y sostienen, cumplen fuera y dentro.

El avance legal que supone esta sentencia es indudable, y su trascendencia,  simbólica: recuerda que el cuidado no es un descanso, sino una carga física, emocional y económica que debería compartirse entre familias, Estado y empresas. La pandemia ya nos lo arrojó a la cara: los cuidados forman parte de la infraestructura. Sin ellos, nada funciona.

Mientras discutimos cómo conciliar el cuidado de los hijos, el reloj demográfico avanza y el verdadero melón sigue sin abrirse: el de los mayores. Los padres, las madres ancianas, los dependientes. Para ellos no hay permisos retribuidos suficientes, ni leyes ágiles, ni reconocimiento. Los cuidadores de mayores —en su mayoría mujeres de mediana edad, agotadas, atrapadas entre su empleo y la dependencia de sus progenitores— viven en una penumbra burocrática. Ni el Estado los sostiene ni el mercado los compensa.

De hecho, el discurso social sobre la “conciliación” rara vez los menciona. Hemos aprendido a hablar del cuidado de hijos como una cuestión de equidad, pero seguimos tratando el cuidado de los padres como algo asunto privado, casi vergonzante. No hay grandes campañas ni pactos de Estado que hablen de ese ejército silencioso de hijas que interrumpen su jornada para acompañar a sus padres al médico, o que reorganizan sus vacaciones para no dejar sola a una madre con Alzheimer. Cuidar a los hijos supone una batalla pública, cuidar a los mayores, una guerra secreta.

El siglo XXI nos exige reordenar esa jerarquía del tiempo. El cuidado debe dejar de ser una excepción tolerada para convertirse en un derecho pleno. Eso implica repensar el salario, la jornada, el prestigio del trabajo invisible. No se trata de premiar la renuncia, sino de reconocer que hay vidas que dependen de esa entrega. La economía debería medirse también en horas de ternura, en gestos de sostén.

Quizá algún día podamos decir que cuidar no empobrece, que amar no resta puntos en la nómina ni en el currículum. Que las mujeres no tengan que mendigar permisos ni demostrar su entrega con facturas. Ese día, la justicia habrá dejado de ser noticia y se habrá convertido en costumbre. Mientras tanto, cada sentencia como esta abre una grieta luminosa: un recordatorio de que el tiempo de los cuidados es, para todos, el tiempo de la vida.

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