Opinión

Mi largo y cálido verano

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Actualizado: h
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Esta es mi postal.

Parafraseando en el titular a William Faulkner, este ha sido mi verano de todos los tiempos. Ya ha tardado. Ha sido largo, ancho, anchísimo, y cálido, por supuesto, como todos los veranos de la meseta para abajo. Llevaba años, décadas quizás, sin tener unas vacaciones de más de dos o tres semanas como mucho, érase un hombre a un móvil pegado, “las doce tribus de narices era”, Góngora del XXI. Pero esta vez no ha sido así, dadas las circunstancias, tú ya sabes, de la vida. Esta vez me instalé en mi Tombuctú particular y privado y he pasado aquí más de mes y medio. Se me ha puesto cara de veraneante, que es el sustantivo más caro del mundo . Veraneante, de principios del siglo XX en Biarritz, por ejemplo. A lo largo de estos más de cuarenta y cinco días de descompresión, te tengo que reconocer que ha habido de todo: he cumplido con todos y cada uno de los lugares comunes del estatal medio; yo, que me creo el Juan Manuel de Prada del estío: siestas toledanas a media hora escasa de cambiar de huso horario, paellas caseras infinitas, combi-playa mañana, tarde y noche: playas de pijos -si es que en este terreno, neutral como la mili, se puede hacer eso-, playas tan solitarias que estás deseando que aparezca la barcaza de Tom Hanks y, sobre todo, playas en tribu –“¿os habéis fijado que somos a los únicos que se les oye en toda la playa?”… Vulgar etnocentrismo-, atardeceres que no caben en un iPhone, gin tonics extraídos directamente del limonero, cenas longitudinales, breves escapadas para domar el síndrome de Stendhal, kilos de más que no son más que un flash forward de septiembre, muchos besos, más abrazos a mayores, a medianos, a niños y a los que están por ser -prepárate Sandy-, discusiones que no pueden ser serias y gente, personas humanas, muchas, familia y no, que van y vienen por estos pilares blancos, que, como dice la matriarca a lo faraona, si cada uno pusiera un euro al entrar, a lo mejor habría aire acondicionado en la iglesia del pueblo.

Decía, perdona la digresión, que mientras esta vez y por vez primera desde hace muchos, muchos años, soy yo el que me he quedado, saludando desde el quicio a los que se van como Martha Edwards, en estos días he trabajado, no vaya a ser que el muro judeocristiano se me caiga encima y me sepulte. He trabajado, por supuesto, escribiendo estas líneas y otras cuantas, intentando tensionar el alma y el cuerpo porque, de lo contrario, no sé a dónde hubiera llegado.

También he tenido tiempo, eso está claro, de pensar, que es algo que se suele hacer cuando tienes tiempo, por eso no lo hacemos mucho. En mi caso la mayor parte de los pensamientos son como una cabeza de gamba: o haces un fumé o van a la basura. algunos se han quedado para mí, otros los he expuesto y el resto los he dejado por escrito. Este ha sido un verano ancho, como una sobremesa añorada, de desconexión real y metafórica, de encuentro y de mirar cara a cara a los fantasmas. Este ha sido el verano de la nueva mirada, del dulce porvenir, del asumir, no queda otra, que todo está en la mirada, todo está en el espíritu. Las cosas, y cuando me refiero a las cosas hablo desde lo más diminuto hasta de lo que el gran hacedor se tiró el pisto, dependen de la mirada. Un estar en el mundo. Hasta antes de ayer todo estaba por hacer. Ahora, pones el taxímetro y a “esperar y esperar y esperar” como en ese arranque mítico de Casablanca.

Este ha sido mi verano, largo y cálido. Te sonará. Para mí ha sido único. Para ti, supongo, también. Pues ya estaría.

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