Opinión

Nada que quemar

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Como si se tratara de escribir una segunda parte de mi “Historia de la mujer en 100 objetos”2, el INE ha publicado el dato de que en España se fabrican hoy casi un millón y medio de sujetadores menos que el año pasado. Las cifras, frías como siempre, hablan de un descenso de un 15 % en la producción, pero ya hemos aprendido que detrás de cada número acechan revoluciones: y en este caso se combina el aumento de la presión sobre algunas mujeres y la decisión de otras que han decidido, una a una, aflojar otro tipo de presión.

El sujetador es una de esas prendas que trasciende la moda y se convierte en el síntoma de la salud o enfermedad toda una época. Durante décadas el sujetador fue un símbolo de feminidad, de recato o de desatada sexualidad, según quién lo interpretara, pero también de control. Las generaciones que crecieron viendo anuncios de Wonderbra, los que midieron la sensualidad por el contorno y la talla, entendieron el pecho como un territorio que podía someterse o exhibirse. Hubo interesantes ensayos que sugerían que, de todas las partes del cuerpo femenino, el pecho era aquel que menos pertenecía a la propia mujer: o bien por la lactancia, o por la erotización, el pánico a que fuera asaltado por la enfermedad o por el peso que sobre él descargaba la religión, se entregaba simbólicamente al otro, el bebé, el amante, el cirujano o el confesor.

Hoy, en cambio, si leemos de manera superficial los datos del INE, millones de mujeres jóvenes se levantan por la mañana y deciden no ponerse un sujetador. Ese viejo emblema del confort prometido ha dejado de convencer. En parte por razones prácticas —el teletrabajo, la ropa cómoda, la moda del “braless” o los tops elásticos—, pero también por algo más profundo: una redefinición de lo femenino. Si la ropa interior fue durante siglos una jaula elegante, ahora se percibe como un recordatorio de aquello de lo que queremos liberarnos. Y cuando la libertad tiene alguna relación, aunque sea mínima, con el consumo y la demanda del algodón, las fibras o la seda, las estadísticas industriales tiemblan.

El descenso de ventas no significa que las mujeres renuncien al cuidado o a la estética, sino que ya no se sienten obligadas a sufrir por ellos. La piel respira, las costillas descansan, y la sensualidad —esa palabra ya rancia que tanto se usó para disciplinarnos— se redefine sin la mirada ajena. La industria textil puede lamentar la pérdida, pero el cuerpo femenino quizá no se lamente tanto.

Hay algo fascinante en esas transiciones casi imperceptibles de los hábitos y las costumbres: se dan, por orden de velocidad, en el maquillaje y el peinado, en el calzado, en los colores y las formas. No se decreta desde un ministerio ni se vota en el Congreso; no requiere manifiestos ni hashtags. Un gesto íntimo, cotidiano, que se repite millones de veces por millones de mujeres, deja de pronto de producirse y altera el curso de un mercado. Ha ocurrido con el paso de los tacones a las zapatillas de deporte, y está ocurriendo con los tintes que ocultaban las canas. Todo lo que un día fue aspiracional puede convertirse en una metáfora del de hartazgo.

La historia del sujetador dejó atrás los corsés del XIX, se transformó en los años veinte en un signo de modernidad, se llenó de encajes para servir a los catálogos masculinos, y en los sesenta fue arrojado simbólicamente al fuego como protesta. Cada vez que cambian los tiempos, cambia la prenda. Como el largo de las faldas, como las ventas de rouge, sus modificaciones tienen que ver con una declaración de principios generacional: la lave es detectar, antes que nadie, qué reza esa declaración y qué principios defiende.

La tentación nos llevaría a pensar en una pequeña victoria de la comodidad sobre la impostura, de la autonomía sobre el mandato. El pecho vuelve a pertenecer a quien lo lleva, no a quien lo mira. Y aunque a la industria le duela la caída del 15 %, si encajara con esa teoría podía ser una de las pocas bajadas económicas que mereciera celebrarse. Porque en una sociedad que aún valora el cuerpo de la mujer más por su forma que por su fuerza, soltar un cierre de espalda equivale a algo más que desnudarse. Tiene que ver con expandirse, con algo tan sencillo como la respiración.

Pero pocas veces se cumplen los primeros pensamientos y las ilusiones optimistas. Muy probablemente sean otras empresas extranjeras, las baratísimas producciones chinas, las que se lleven ahora mismo el porcentaje que falta. Será la externalización y no una reflexión o la reivindicación del propio cuerpo lo que explique esas frías cifras. Manda, siempre ha mandado el mercado, y en él hay poco espacio para que soñemos con la libertad.

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