Opinión

Perder lo cutre

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Por trabajo, porque tenía allí una charla en el marco de un festival literario, pasé hace poco dos días en Lanzarote, en un hotel lleno de turistas ingleses y alemanes, que habían colonizado la isla hasta el punto de que existen —y esto me impactó como impacta un meteorito— clínicas médicas señalizadas como clínicas inglesas o alemanas creadas para dar atención prioritariamente a los ingleses o los alemanes ya residentes allí, como una suerte de sistema sanitario paralelo a la sanidad pública de toda la vida, pero encima con segregación. Más allá de lo fascinante que me resultaba observar el aquagym en la piscina del hotel, el hilo musical con el cual congregaban a germanos, bávaros, británicos, irlandeses, suecos, recuerdo pasear al segundo día buscando qué podía comer en los alrededores —también plenamente turistificados— hasta dar con un restaurante asiático, con la cocina abierta lo bastante tarde como para lo que requería tras haber llegado en avión y hecho el check-out.

EFE/Alberto Valdés

Sin queja en cuanto al menú, pero lo que me marcó fue otra cosa: al típico cartel que habría colgado fuera del restaurante, con sus fotografías de mala calidad, texto en WordArt, imágenes sacadas de Google, lo había sustituido una nueva imagen para el restaurante, claramente generada a través de ChatGPT o cualquier otra inteligencia artificial generativa. Tenía, de algún modo, mejor calidad, sí, mejor técnica o realización; era al mismo tiempo absolutamente identificable que eso lo había hecho una máquina y, encima, de forma automática, que nada humano había intervenido en el proceso más allá del prompt, que el esfuerzo que hubiera costado elaborar un resultado probablemente peor se había desvanecido por la inmediatez de la cajita de la IA. Me preocupó entonces, y sé que quizás es una preocupación difícilmente comprensible, perder lo cutre.

Pensé que hay algo inmensamente valioso en aquello que los seres humanos hacemos sin hacerlo bien, en el texto que nos empeñamos en cuadrar y que no colocamos de forma adecuada sobre su formato, demasiado a la izquierda y no bien alineado al centro, demasiado arriba y no lo bastante por abajo, grande, con un grosor excesivo, en colores que no combinan o no quedan o no sientan bien sobre la página. Pensé en lo que perdemos cuando lo feo, lo horrible, lo hortera no nos apuñala los ojos, y en lugar de lo cutre lo que queda es el slop de una señalética igual en todas partes, sin carácter, sin rasgos identificativos, sin que detrás haya mediado mano alguna más allá de todas las manos que sin derecho e ilegalmente ha absorbido la inteligencia artificial con tal de elaborar su propia metodología de elaboración de lo mediocre.

Pensé que ese cartel de un restaurante asiático o ese logotipo podía ser el mismo aquí que en cualquier otra parte del mundo, en lo mucho que la IA acelera el aplanamiento del cual habla Kyle Chayka, por ejemplo, en su ensayo Mundofiltro, y me entristeció: de pronto sentí que al perder lo cutre estábamos perdiendo algo valioso, porque perdíamos algo humano.

Quizá haya quien sienta que, al usar para ese simulacro del “diseño” una nueva tecnología así, está haciendo del mundo un lugar más agradable, menos hostil a los ojos, ahorrando a los espectadores un sufrimiento innecesario. A mí, que nunca he tenido una apreciación particular por lo feo, me pasa ahora justo lo contrario: siento que lo feo es más necesario que nunca, anhelo esa muestra de fragilidad, de falta de técnica, de nula pericia en la elaboración de una imagen. Lo hago porque la alternativa me parece la frialdad de la técnica sin mano que la ejecuta, la crueldad de un algoritmo que se lleva por delante la vida. Creo que no me equivoco al afirmar que hay algo muy importante a lo cual renunciamos si elegimos, a través de esa inteligencia artificial, eliminar nuestros fracasos, tanto en la señalética o publicidad como en todo lo demás.

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