Supongo que todos ustedes —salvo que sean muy jóvenes— comparten conmigo la experiencia de haber perdido a personas queridas. Quizá hayan tenido que reflexionar a la fuerza sobre lo importante que es el papel que juegan en esos momentos los profesionales sanitarios, las médicas compasivas que no permiten que el paciente sufra, los enfermeros empáticos que lo tratan con cariño y cuidan de él o de ella para que se vaya en paz.
Pero no sé si, como me ha ocurrido a mí, han visto demasiadas veces lo opuesto: la frialdad de médicos de cabecera que ejercen más de funcionarios que de doctores, la indiferencia hacia el dolor de los enfermos y el sufrimiento de sus familiares que a menudo impera en ciertos ámbitos hospitalarios. A veces —todavía demasiadas veces, me temo— una niebla de deshumanización se extiende por los servicios médicos y sus fríos y férreos protocolos, como si en determinados círculos lo único que importara fueran las estadísticas y los papeles que hay que presentar a los de arriba, los estrictos “resultados” de la gestión que jamás deberían estar presentes en el mundo sanitario y, mucho menos, en ese espacio fronterizo entre la vida y la muerte.
Esa apatía funcionarial acaba de convertirse en un escándalo en el País Vasco. Imagino que han seguido ustedes la noticia: hace unos días, el equipo de paliativos pediátricos del Hospital Universitario de Cruces fue amonestado por haber utilizado el coche del servicio fuera de horas. El doctor Jesús Sánchez Etxaniz y su equipo —personas admirables— habían estado atendiendo a una niña de 4 años que falleció el domingo 25 de mayo. Justo un día en el que no estaba previsto que los paliativos pediátricos estuviesen activos.
¿Y si el coche hubiera tenido un roce, un golpecito a una hora en la que tenía que estar parado…? Eso debió de pensar el responsable que le llamó la atención al doctor Sánchez Etxaniz, haciéndole saber que lo que había hecho estaba mal. El horario de su equipo es de lunes a viernes, de 8 a 3. Horario estricto de oficina aplicado a las criaturas que están a punto de abandonar la vida. Un gesto desalmado que escupe finalmente a la cara de todos los afectados una crueldad más propia de una distopía que de una sociedad avanzada del siglo XXI. ¿Se imaginan a esos sanitarios despidiéndose de la familia de esa niña a las 3 menos un minuto del viernes y haciéndoles saber que no regresarían hasta el lunes a las 8 de la mañana? La posibilidad de que algo así ocurra es realmente estremecedora. Y sin duda ocurre en otros equipos dedicados a tareas igualmente fundamentales.
Supongo que la mayor parte de las personas que se matriculan en la carrera de Medicina o de Enfermería lo hacen llenas de buenas intenciones. Pero el sistema en el que vivimos, a menudo atroz para nuestros ideales, termina por empujar a una buena parte de esas gentes al conformismo, la apatía o, aún peor, el cinismo: si quienes tienen el poder, aquellos de los que al final depende tu sueldo y tu carrera, solo quieren responsabilidades estrictamente acotadas, si ejercen la medicina con una cuadrícula y un excel a mano, entre números pétreos y algoritmos malditos, y castigan a quienes mantienen su compromiso y practican los cuidados con ética y con ternura, resulta lógico que un número cada vez mayor de profesionales del sistema sanitario terminen tirando la toalla y pasándose al lado oscuro.
No disculpo a quienes lo hacen: los cómplices hacen posible que el mal se expanda. Pero los responsables de fondo son personas que tienen cargos políticos o técnicos; a veces, también, administrativos cuya única obligación es la de incluir unos datos en un ordenador y que, cuando no lo hacen como es debido por pura dejadez, pueden generar el caos. Estoy hablando de medicina y de niños enfermos, y no hay nada peor, qué duda cabe, pero esa aspereza funcionarial no afecta solo a los cruciales servicios médicos. Todos sabemos por experiencia lo profundamente antipáticos que tienden a ser los sistemas administrativos en España. Tanto, que a menudo arrasan sin ninguna piedad a la ciudadanía, tratándola mal, abusando de su superioridad, negándole información, exigiéndole cosas imposibles, considerándola culpable y molesta por el simple hecho de ejercitar sus derechos ante los diferentes niveles de los poderes públicos.
En contra de lo que nos quieren hacer creer, las administraciones no son un ente abstracto y sin alma. Están gobernadas, organizadas y llevadas a cabo por gentes con nombres y apellidos. Esas gentes, como las que amonestaron al servicio de paliativos pediátricos, son las culpables no solo del mal funcionamiento, sino de la insensibilidad que emana a menudo de los despachos de organismos e instituciones de todo tipo. Alguien tendría que empezar a hacer algo urgentemente. No debería hacer falta que un médico como el doctor Sánchez Etxaniz tenga que comportarse como un héroe y dar la cara por los niños moribundos de Bilbao y sus familias para sacarles los colores a todos esos irresponsables.