Opinión

Sánchez es un lobo para Sánchez

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Si Sánchez hubiera aceptado que esto es irreversible y se hubiera largado, no sería Sánchez. Eso es lo primero que después de siete años hay que tener claro: A lo único que le es fiel Pedro Sánchez es a Sánchez. Para lo único que aplica la coherencia (una coherencia perversa, pero coherencia, al fin y al cabo) es a su estatus, a esa condición de poder que no está dispuesto a perder. Todo es consecuencia del pasado, todo esto que estamos viviendo hoy, viene precedido y marcado por ese camino de baldosas agrietadas que él ha ido construyendo. Todo ese sendero plagado de hechos alternativos que le han llevado al lugar en el que está, y del que sabe que una vez haya salido ya no podrá jugar a alterar la realidad.

Sánchez hoy puede jugar a inventarse la verdad porque lo hace desde un púlpito, porque tiene a un coro de desvergonzados políticos y activistas repicando cada falsa ocurrencia y cada delirio por tierra, mar y aire. Puede creerse sus mentiras porque está encerrado en un microclima de peloteos y piropos. De ahí que se permita decir cosas como que lo de su núcleo de confianza actuaba a sus espaldas, que no tenía ni idea de las maneras de proceder y de actuar de Koldo, Ábalos y Santos. De ahí que se invente chorradas como las del ‘triángulo tóxico’. O que trate, en un enternecedor arrebato, de usar el gasto en defensa para correr una cortinita de humo sobre la podredumbre que invade su partido y su Gobierno.

Esto, lo del triángulo tóxico y lo de porfiar con la OTAN, han sido sus dos ejercicios creativos de la semana. Hay que reconocerle empeño en su empecinamiento en resistir, pero hay momentos tan límites, cuando lo impepinable te alcanza y te pone contra la pared, que el aguantar, el resistir, deja de estar rodeado por el alma de la épica, para dejarle paso al ridículo. Y cuidado, que no hay nada más ridículo que un hombre que da lache mientras actúa como si estuviera haciendo algo grande. La gente con excesivo amor propio tiende a causar vergüenza ajena. Y este señor, que todavía vive enfrascado en ese hit veraniego del 23, ese que versaba sobre el lobo y la ultraderecha, ya está sumido en ese bucle del descrédito en el que todo suena a tema desfasado, a horas bajas y muertas. Calificar la imputación de tus dos últimos secretarios de organización como una ‘anécdota’ es haberle perdido totalmente la cara y el respeto no al pueblo español ni al votante socialista medio, sino a esos fundamentalistas del sanchismo que ya no saben ni por dónde seguir.

El cerco de la corrupción cada vez aprieta más, el silencio tiembla por tomar la palabra, los caídos tienen la cárcel demasiado cerca y pocos motivos para no cantar, las tertulias ya no compran los relatos averiados y la prensa internacional dispara con ironía y furia; vuelven los fantasmas de aquella escena hilarante del asalto a Biden en aquel pasillo que se trató vender como cumbre bilateral. Las evidencias se han cristalizado tanto que pinchan, que duelen, que abren heridas hondas por las que sale toda esa sangre fría que ahora solo sirve para quedarse apoyado en las cuerdas del ring, tambaleándose, sin tener la capacidad de elegir si el golpe definitivo que te llevará a la lona será en el pómulo o en el hígado. Y mientras, cada intento de defensa, cada torpe brazada que intenta impactar en la cara del contrario, se convierte en una oda a lo contraproducente, pues solo hace dejar latente que no puedes más, que estás a punto de caer. Caer, ojo, porque la toalla no la vas a tirar.

Sánchez no sería Sánchez si no se empeñara como un niño chico en apurar hasta el último momento. Está en un auténtico callejón sin salida. Por una parte, sabe que cada día que pase en el cargo, más se agravará el escándalo y más dañino y perjudicial será todo. Pero, por la otra, sabe que no tiene otro sitio mejor que en el que pasar la agonía que en el Palacio de la Moncloa. Ha llegado al punto en el que no hay situación buena. Ni menos mala. Todos los horizontes son negros, y por mucho que intente echar a paladas pintura roja sobre las paredes desconchadas del futuro, ya nadie va a abrirle un pasadizo para que escape.

Sánchez seguro que ya no quiere, como le dijo a Maxim Huerta, el hombre que ejecutó la dimisión más rentable de la historia de este país, saber cómo será recordado. Sánchez ahora debería pensar en cómo ser olvidado. Y eso, va a ser más complejo. Todo apunta a que vamos a ver cómo se levantan las alfombras. Y de ahí saldrá no solo la corrupción de la cuadrilla torrentiana, sino también cómo ese modus operandi chusquero y canalla de las mordidas y los chanchullos se extrapoló al ámbito de la negociación política. Si no consiguen impedirlo in extremis, lo más probable es que accedamos a esos pactos oscuros y bajo cuerda que se hicieron con Bildu. O que tengamos acceso a esas brillantes conversaciones en las que, de presunto delincuente a delincuente, Santos y Puigdemont departieron para dar forma a esta legislatura de la mentira y el bloqueo. Será gracioso saber cómo estos que ahora repiten lo intransigentes y enérgicos que son actuando contra la corrupción pergeñaron esa anulación del delito de malversación.

Sánchez sabe que esto no va a cesar, que la escalada es imparable y por más que él se empeñe en convertir esto en un circo para que la gente empiece a banalizar el tema, está en una encrucijada sin escapatoria. Pero no, él no se va a entregar, no va a dejar el arma en el suelo ni va a salir con las manos en alto aceptando que no hay otra vía de evacuación. Él va a esperar a que haya helicópteros en las azoteas y furgones en la puerta taponando su huida. Ha decidido que va a tocar la lira mientras su partido se consume y su país se encalla. Sánchez solo piensa en clave Sánchez. Sánchez ya no es ese perro que podía hacer del ataque una defensa, del error virtud. Sánchez es un lobo para Sánchez. Y de lo malo, va camino de lo peor.