Opinión

Todas las cosas deben pasar

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Crecer, madurar y derivados implica descubrir límites y topes. Si bien soporto o, más bien, disfruto, me alimento del espíritu sulfúrico, terrible y, a la vez, gozoso –todos tenemos nuestras perversiones– de las sesiones de control, he desarrollado una intolerancia grave al obsceno y vocinglero sectarismo televisivo, tan horizontal –¿la horizontalidad era esto?–, tan de los hunos y de los hotros. Tipos y tipas que no tienen ni puta idea de nada discurren sobre la guerra de Gaza o sobre el enésimo delito por el que será juzgada Begoña Gómez como profetas apocalípticos, con el ansia mal disimulada de querer agradar, hiperbólica y servilmente, a sus amos. En septiembre, un sondeo de GAD3 para ABC revelaba que la polarización es la segunda gran preocupación nacional. El mundo se polariza, y tú y yo nos matamos en una tertulia.

Apago la tele, enchufo de tocadiscos y busco consuelo en George Harrison: “Todas las cosas deben pasar, / todas las cosas deben morir”. No sé si, como muchos críticos musicales apuntan, All Things Must Pass es el mejor disco de un miembro de The Beatles después de que el glorioso cuarteto de Liverpool estallara en mil pedazos. Me arde el alma con Plastic Ono Band, de John Lennon, y levito con Flaming Pie y con Chaos and Creation in the Backyard, de Paul McCartney. Desde luego, el debut catártico en solitario de Harrison en 1970 se materializó en un álbum extraordinario, en el más brillante de su carrera –sólo seguido por, y sin hacerle sombra, Cloud Nine–. Joyas como “Id’ Have You Anytime”, compuesta junto a Bob Dylan, “Beware of Darkness” o “What Is Life” rebosan, como canta el gran Enrique Bunbury, ese “no sé qué / que no sé lo que es / y es lo único que importa”.

También lo hace la pieza que da nombre al disco. Los alemanes llaman “ohrwurm”, cuya traducción literal es “tijereta” –Forficula auricularia: insecto dermáptero de la familia de los forficúlidos, puesto a ser preciso–, a esas canciones que se te meten en la cabeza y que no la desokupan ni llamando al guardaespaldas de Víctor de Aldama. Y mi ohrwurm de estos días responde al nombre de “All Things Must Pass”. En concreto, a una versión primigenia grabada en enero de 1969, cuando los Beatles preparaban lo que luego sería el álbum Let It Be. McCartney toca el bajo; Ringo Starr, la batería; Lennon, un órgano delicioso –diría que un Mellotron, mas no estoy del todo seguro–, y el autor, Harrison, canta y se encarga de la batería. No la había oído antes y, como beatlemaníaco, sólo puedo emocionarme al asistir, virtualmente y en diferido, a la concepción de semejante milagro musical.

Hay una versión que me gusta tanto o más: la que interpretó McCartney en el Concert for George, celebrado el 29 de noviembre de 2002, en el primer aniversario de la muerte de Harrison. La interpretación es impecable y destila talento por todas partes: ahí vemos, por ejemplo, a Eric Clapton, a la guitarra acústica, y, con el mismo instrumento, al hijo de Harrison, Dhani. Los ojos se humedecen, el corazón se encoge y el cerebro se purifica, vaciando su papelera de reciclaje de histriones insoportables, de cortesanos de partido y de jansenistas ambidiestros, previsibles y, ay, omnipresentes. “All things must pass, / all things must pass away”. O eso quiero creer.