Opinión

Yo a Compostela, tú a Coachella

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Madrid, 10 de julio de 2025. Comienza la edición número ocho de MadCool, uno de los festivales de música más consolidados en España a pesar de su juventud. Se estima que acudirán unas 50.000 personas, una cifra muy importante que, sin embargo, comparada con la de asistentes a otros festivales, como por ejemplo el Viña Rock, con 25 ediciones a sus espaldas y una asistencia de 240.000 personas este año, puede parecer menor. Y es que los festivales de música, y no sólo en este país, han crecido en las últimas décadas de una manera espectacular.

La interpretación de Lady Gaga con ‘Bad Romance’ en el festival de Coachella. Youtube

Todo el mundo ha oído hablar de Woodstock, el festival que en 1969 marcó el inicio a una nueva era de festivales de música, si bien tuvo un antecesor dos años antes, en 1967, en el de Monterrey en California. Pero Woodstock fue algo más que un festival de música al que se estima acudieron unas 400.000 personas. Woodstock sigue siendo un icono porque fue el lugar donde la música, la contracultura y la reivindicación de la paz, junto con el LSD y la marihuana, se fundieron durante tres días en un punto del estado de Nueva York sin que hubiera ningún disturbio. Después de Woodstock, los ingleses no se quedaron atrás y en 1970 nació Glastonbury, el festival que se celebra en Sommerset (Inglaterra) y va por la edición número 54.

Todo lo contrario a lo que sucedió en Woodstock 1969, ocurrió en la edición de 1999. “Woodstock 99: Paz, amor y furia” es el nombre del documental que vi hace unas semanas donde se cuenta lo que sucedió en esta edición que quería conmemorar el trigésimo aniversario del festival original. Lo que comenzó de manera normal fue progresivamente acumulando problemas (como precios escandalosos para el agua y la comida, falta de agua potable, un saneamiento de todo menos higiénico, acumulación de basura) hasta terminar en una apoteosis de vandalismo e incendios que destrozó incluso las torres de sonido. Sumado a todo esto, denuncias por agresiones sexuales. Un festival que pasó a la historia como un rotundo fracaso, aunque quizá preguntando a muchos de los que asistieron, puede que no lo recuerden de esta manera. Nunca se sabe.

El mismo año del Woodstock vandálico, en 1999, se celebró la 1ª edición de Coachella, el festival de música que sigue celebrándose cada año en el desierto de Colorado en California (Estados Unidos), cuya asistencia media diaria se estima en unas 125.000 personas, y que aúna música y arte en un ambiente bohemio (hay quien lo denomina hippy chic). Ya van 26 ediciones.

Y es que, como dice mi amigo Ignacio (al que puede que ya conozcáis de otras columnas), los festivales se han convertido en las nuevas peregrinaciones, y las personas que asisten a ellos son los nuevos peregrinos.

Me lo dice y pienso que no le falta razón, aunque, por otro lado, tengo la certeza de que nunca iré a un festival. Sí, ya sé que no se puede decir de esta agua no beberé, pero es que no me gusta este formato, no tengo nada en contra, pero no es para mí. Me gustan los conciertos, de a uno, si es posible sabiendo desde dónde voy a verlo (tampoco me he visto nunca corriendo para buscar un buen sitio) y no teniendo que pelear con nadie por mantener un metro cuadrado desde el que escuchar al grupo que esté tocando en ese momento.

Aunque entiendo perfectamente el momento festival y lo que en un festival se comparte. Recuerdo la primera edición del de Benicassim que se celebró hace (¡ya!) treinta años. Era 1995 y mi hermana era una de las asistentes al primer FIB. Ella iba entusiasmada con su tienda de campaña. A mí me parecía un horror. Ni regalado.

Lo que sucede con los festivales de música es que la experiencia no es sólo la música. Es compartir con otros festivaleros como tú, tus amigos y otros tantos que no conoces y quizá nunca vuelvas a ver, una experiencia que quedará para siempre en tu recuerdo. Ir a un festival es dormir en una tienda de campaña o quedarte desmayado en una duna de la playa después de haber estado toda la noche de fiesta y bañarte al amanecer en el mar. Eso y mil experiencias más, cada festivalero tiene la suya.

Dicen que para poder hablar con propiedad de si a uno le gusta algo debe haberlo experimentado. Yo disiento, en este caso, no necesito ir a un festival para saber que no me gustaría vivir uno. Tampoco he hecho el Camino de Santiago y creo que me encantaría. Y esto sí estoy dispuesta a comprobarlo.
Así que yo me quedo con mis conciertos de a uno, con la pena de ver cada año como cabezas de cartel de muchos festivales a grupos que todavía no he visto en directo, y que según pasan los años, se hace cada vez más difícil ver en directo fuera de macrofestivales.

Peregrinos realizando el Camino de Santiago.

Mi amigo Ignacio dice que no se cree que no vaya a ir nunca a un festival, que tenemos que ir juntos a alguno, que ya me convencerá. “Lo siento, no me apunto a ir contigo a ninguno, ya sabes que no me gustan. Tú eres de los nuevos peregrinos musicales, pero yo me quedo con el peregrinaje clásico del Camino. Tú puedes ir a Coachella, que yo prefiero ir a Compostela”. “Ya veremos”, responde y me sonríe. Madre mía, termino en un festival…

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