Fue uno de los autores más leídos del siglo XIX en España, pero hoy casi nadie lo recuerda

La literatura española tiene muchos ejemplos de grandes autores que tuvieron una gran producción, pero perdieron su fama con el paso de los años, uno de ellos fue Manuel Fernández y González

El escritor Manuel Fernández y González

En su tiempo, Manuel Fernández y González fue un nombre que resonaba con fuerza entre los lectores españoles. Hoy, sin embargo, apenas unos pocos estudiosos lo mencionan. Nacido en Sevilla en 1821 y fallecido en Madrid en 1888, este autor fue una de las figuras más prolíficas del panorama literario del siglo XIX. Aunque cultivó distintos géneros —poesía, teatro, crítica literaria y periodismo—, fue sobre todo como novelista de folletines donde dejó su huella más profunda.

Fernández y González fue un auténtico titán de la narrativa popular. Se le atribuyen cerca de doscientas novelas, muchas de ellas publicadas en formato de entrega periódica, una fórmula editorial que hizo furor en su época. Algunas de sus obras más conocidas fueron La mancha de sangre (1845), Los siete infantes de Lara (1853), Don Luis Osorio (1862-63), Lucrecia Borgia (1864) o Los amantes de Teruel (1876), entre muchísimas otras. Su imaginación parecía inagotable, y su capacidad de producción, descomunal.

Una obra de Manuel Fernández y González

Una referencia de la literatura española

Este sevillano se convirtió en el máximo exponente en España de la novela por entregas, un modelo que demandaba ritmo, tensión narrativa y personajes carismáticos para fidelizar a los lectores semana a semana. Colaboró con varias editoriales y talleres de impresión de ciudades como Granada, Madrid o Barcelona, y llegó a publicar hasta seis novelas por año. Se cuenta que en su etapa con los hermanos Manini ganó un millón de reales en tiempo récord, una cifra astronómica para la época.

Su carrera literaria puede dividirse en dos fases: una primera etapa más cuidada (de 1845 a 1855), influida por la novela histórica romántica al estilo de Walter Scott; y una segunda mucho más acelerada, en la que primaron la intriga, la acción desbordante y los recursos del folletín, con tramas menos rigurosas desde el punto de vista histórico.

Pero lo que más impresiona es su método de trabajo casi industrial. Dictaba sus historias a amanuenses que tomaban nota en taquigrafía. Entre ellos estuvieron nombres que luego tendrían su propia relevancia, como Vicente Blasco Ibáñez. Se calcula que podía generar 16 páginas en apenas unas horas, produciendo el equivalente a varios duros diarios —una suma nada despreciable entonces—. Era, en palabras de algunos contemporáneos, un auténtico obrero de la pluma, aunque otros le reprochaban ser más un “rellenador de papel”.

Una vida muy complicada y lejos de la fama

Sin embargo, toda esa productividad y fama no se tradujeron en estabilidad. Fernández y González era también conocido por su generosidad y su estilo de vida despreocupado. Gastaba con la misma rapidez con la que escribía. Llegó a fugarse a París enamorado de una estanquera, dejando atrás mujer e hijos. Murió casi ciego y sin recursos, tras haber dilapidado la fortuna que su pluma le había dado.

Hoy, a pesar de haber sido uno de los autores más leídos y vendidos de su siglo, su nombre ha quedado relegado a las notas a pie de página de la historia de la literatura. Y sin embargo, su caso ilustra como pocos la otra cara del éxito literario popular: fulgor inmediato, olvido posterior.

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