Qué hacer cuando tu hijo no obedece: disciplina positiva

La disciplina positiva invita a los padres a mirar más allá de la conducta y conectar con la emoción que hay detrás

No tengo paciencia con mis hijos
Una madre pierde la paciencia con su hija

“Mi hijo no me hace caso.” Es una de las frases más repetidas en cualquier conversación entre padres. Pero detrás de esa preocupación cotidiana se esconde una pregunta más profunda: ¿realmente queremos que nuestros hijos “obedezcan” o que aprendan a colaborar, entender límites y autorregularse?

La disciplina positiva, un enfoque educativo desarrollado a partir de la psicología de Alfred Adler y Rudolf Dreikurs, plantea un cambio de paradigma: el objetivo no es lograr obediencia inmediata, sino educar con respeto, empatía y conexión emocional. Porque los niños que se sienten escuchados y comprendidos no necesitan someterse al miedo, sino que aprenden a confiar, cooperar y asumir responsabilidades desde el vínculo.

Por qué la obediencia no debe ser el objetivo

Durante décadas, la crianza tradicional se basó en la idea de que los niños debían “obedecer” sin cuestionar. Sin embargo, las investigaciones en psicología infantil han demostrado que la obediencia ciega puede generar sumisión, miedo o dependencia emocional, mientras que los estilos educativos basados en el diálogo y la validación fomentan la autoestima y la autonomía.

“Un niño que obedece por miedo no aprende autocontrol, solo evita el castigo”, explican los expertos en educación emocional. La disciplina positiva propone, en cambio, enseñar autodisciplina, es decir, que el niño entienda el porqué de las normas y participe activamente en el proceso de aprendizaje.

Esto no significa ausencia de límites. Significa que los límites se establecen desde el respeto mutuo, no desde el autoritarismo. En palabras de la pedagoga estadounidense Jane Nelsen, creadora del método de Disciplina Positiva, “un niño necesita firmeza y amabilidad al mismo tiempo”.

La conexión, la base de todo aprendizaje

Cuando un niño no obedece, lo primero que suele pensar un adulto es que se enfrenta, desafía o manipula. Pero la mayoría de las veces, el comportamiento inadecuado es una forma de comunicación: una señal de que algo no va bien o de que el niño necesita más acompañamiento emocional.

La disciplina positiva invita a los padres a mirar más allá de la conducta y conectar con la emoción que hay detrás. ¿Está frustrado? ¿Cansado? ¿Busca atención, autonomía o reconocimiento? Cuando el niño se siente visto y comprendido, su cerebro se calma y es más receptivo a cooperar.

Desde la neurociencia, esto tiene una base sólida: el cerebro infantil aún está en desarrollo, especialmente las áreas encargadas de la regulación emocional y la toma de decisiones. Por eso, cuando un niño se descontrola, no lo hace “a propósito”; simplemente, su sistema nervioso está desbordado. En esos momentos, gritar o castigar solo agrava el problema. La conexión —a través de la empatía, el contacto físico o la escucha activa— es lo que permite reconstruir el vínculo y restaurar la calma.

Cómo aplicar la disciplina positiva en casa

  1. Pausa antes de reaccionar. Cuando tu hijo no te obedece, respira. Antes de imponer una consecuencia, pregúntate qué necesita y qué quiere comunicar.
  2. Establece rutinas claras. Los niños necesitan estructura para sentirse seguros. En lugar de repetir órdenes, construye rutinas visuales o consensuadas: ayuda a que anticipen lo que viene.
  3. Usa un tono firme, no autoritario. Firmeza no es dureza. Se puede ser claro sin gritar ni humillar.
  4. Fomenta la participación. Involucra al niño en la búsqueda de soluciones: “¿Qué podríamos hacer para que esto funcione mejor mañana?”
  5. Repara, no castigues. En lugar de penalizar, enseña a reparar el daño: si ha roto algo, que ayude a arreglarlo o a compensarlo. Es así como se construye la responsabilidad genuina.
  6. Reconoce los avances. No solo señales lo que hace mal; celebra lo que hace bien. La atención positiva refuerza la cooperación.

Educar desde el vínculo, no desde el miedo

Educar no es domesticar. Es acompañar en el aprendizaje emocional, sabiendo que los niños cometen errores porque están aprendiendo. La disciplina positiva no promete hijos perfectos, sino relaciones más saludables entre padres e hijos.

En última instancia, cuando un niño se siente conectado, comprendido y respetado, la obediencia deja de ser necesaria: aparece la cooperación, el entendimiento y el deseo de actuar bien por convicción, no por miedo.

Y quizá ese sea el verdadero éxito de una crianza sana: criar personas que no obedezcan sin pensar, sino que piensen antes de actuar, guiadas por la empatía y la responsabilidad.

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