Cada diciembre, millones de personas vuelven a colocar sobre la mesa el mismo gesto casi litúrgico: comprar un décimo de la Lotería de Navidad. Lo hacemos aun sabiendo que la probabilidad de llevarnos el Gordo es de 1 entre 100.000, una cifra que, por sí sola, debería bastar para desalentarnos. Pero no lo hace.
Al contrario: la ilusión crece, las administraciones se llenan y la conversación se enciende como un fuego que se propaga por oficinas, cafeterías, familias y grupos de WhatsApp. Si la estadística dictara nuestra conducta, la Lotería de Navidad sería un fenómeno residual. Sin embargo, ocurre exactamente lo contrario.
Y ahí está la paradoja: es literalmente más fácil que te alcance un fragmento de basura espacial que que tu número sea el elegido. ¿Por qué, entonces, seguimos jugando?
Un ritual que está por encima de las matemáticas
La primera respuesta está en el corazón cultural del país. La Lotería de Navidad no es una apuesta fría: es un rito compartido. Forma parte del ADN colectivo igual que el turrón, los villancicos o las luces que se encienden semanas antes del sorteo. Comprar un décimo no se vive como un acto económico, sino como el cumplimiento de una tradición que se hereda.
La gente juega porque siempre se ha jugado y porque su ausencia genera la sensación de salirse del relato común que une a toda la sociedad en esas fechas. La estadística pesa poco cuando una costumbre lleva más de dos siglos arropando el inicio del invierno.

Pero la Lotería de Navidad no solo se entiende desde esa tradición emocional. También opera una dinámica social muy poderosa: jugamos para no quedarnos fuera. El décimo de la oficina, el del bar de siempre, el de la asociación, el que vende la panadería del barrio. Cada número es una pequeña pertenencia, una forma de decir: “Estoy dentro, por si acaso a los demás les toca”.
La probabilidad es baja, sí, pero lo verdaderamente insoportable sería que todos celebraran y uno se quedara fuera de la fiesta. No jugamos tanto por ganar como por no perdernos la alegría de quienes podrían ganar con nosotros. Y esa idea se impone incluso cuando sabemos que lo más probable es que no ocurra.
El sueño que compramos por veinte euros
Otro motivo, quizá el más humano, es la capacidad del sorteo para vender esperanza. Por veinte euros, una cifra relativamente asumible, la gente compra semanas de ilusión, conversaciones sobre qué harían si les tocara, planes imaginarios y una energía emocional que atraviesa el final del año.
La Lotería de Navidad no se consume como un cálculo racional, sino como un pequeño lujo emocional. Es barato imaginar una vida distinta. Y ese sueño, aunque no tenga base matemática, tiene un valor psicológico enorme para millones de personas.

Un elemento adicional refuerza la persistencia del sorteo: todos los años hay un ganador. Esa repetición periódica alimenta el relato de que todo es posible. En un país donde pueblos enteros han celebrado el Gordo, la certeza de que alguien real, tangible, vio su vida cambiar hace que la esperanza se sienta menos teórica. Aunque las probabilidades sigan siendo ínfimas, la existencia anual de un vencedor mantiene la llama encendida. La Lotería de Navidad funciona porque su historia está llena de episodios en los que lo improbable se hizo real.
El cerebro contra las probabilidades
Hay además un factor científico que explica por qué la Lotería de Navidad consigue lo que otros juegos no logran: nuestro cerebro no está diseñado para comprender las grandes probabilidades. No diferencia intuitivamente entre una opción de 1 entre 100.000 y una de 1 entre 10 millones.
Lo único que procesa es la existencia de una posibilidad, por remota que sea. Ahí entra el famoso “¿y si…?”. En la vida cotidiana no manejamos cifras astronómicas; manejamos imaginaciones. Y la imaginación, cuando se trata del sorteo del 22 de diciembre, actúa como un amplificador de expectativas que desactiva el peso real de los números.

En el fondo, la pregunta del título tiene una respuesta sencilla y profundamente humana: jugamos porque queremos formar parte de algo mayor que nosotros. La Lotería de Navidad es un fenómeno colectivo. Un rito de invierno que conecta a millones de personas en un mismo instante de ilusión. Aunque sea más fácil que nos alcance un pequeño fragmento de basura espacial, lo que buscamos no es la probabilidad, sino el sentimiento de comunidad, la magia compartida, el derecho a soñar que quizá, solo quizás, este año sí.


