Y sí. Ya sé que también tú has visto Manhattan (1979), la obra cumbre de Woody Allen y que te conoces de memoria aquello de:
“¿Por qué vale la pena vivir? Esa es una buena pregunta. Bueno, hay ciertas cosas que hacen que valga la pena. ¿Como cuáles?”.
Y sus peras y manzanas de Cézanne y Frank Sinatra y Marlon Brando y el rostro de Tracy y tantas princesas de la mundanidad como se nos ocurran para seguir aferrados con uñas y dientes a este valle.
Lo que quiero es explicarte cómo he llegado hasta aquí. Verás.
El martes llevaba a mi hijo en coche a sus extraescolares y, como siempre hace, sintonizó esa emisora musical que tú y yo sabemos. Ante mi sorpresa, en lugar de encontrarme con Aitana, empezaron a sonar los acordes de una canción ochentera, elegante y sutil, de la igualmente sutil y elegante Suzanne Vega, llamada Tom’s Diner y cuyo inicio es una lección de ritmo y armonía. Durante ese efímero instante de gloria, en el que Dios intentaba acariciarme, me pregunté si el director de contenidos de la cadena había viajado a Florencia ese fin de semana, pero no me dio tiempo a autocontestarme porque a los cuatro segundos empezó a vociferar por encima de Suzanne una gran L nasal y todo se fue al carajo.
Esa enorme nariz –me chivó el chaval que respondía al nombre de Myke Towers– estaba apuñalando con dólares puertorriqueños el sample de Tom’s Diner y cantaba, es un decir, cosas como “por tu cara sé que quieres / yo sé bien cómo tú eres”, “ropita sexy para que me la modele”, “la gente mirando y se desacató” o “yo le traje alcohol para que se rebele / y formemos el degenere”. Bien.
Supongo que, por algún mecanismo mendeliano de limpieza autoinmune, en el intento de esquivar ese, digamos, artefacto y no estrellar el coche contra la mediana de O’Donnell, mi cerebro cambió de pantalla y me obligó a visualizar cosas bonitas, que me gustan a mí, que me gustan mucho a mí: cosas por las que me vale la pena vivir, como por ejemplo el libro de Marta D. Riezu, absolutamente delicioso y que contiene todo lo que le gusta a ella, un listado mental de lo que le hace estar pegada a la tierra, como los mariscos de Sam Wo´s a Woody Allen, un poco a la manera de Ignacio Peyró y su Comimos y bebimos (Libros del Asteroide), pero no tan glotón y con un barniz femenino que le acaba de dar un lustre irresistible y al que el bueno de mi tocayo, por mucha gomina que se ponga, nunca llegará. Un je ne sais quoi tan efímero como el hojaldre de un solomillo Wellington, pero con la consistencia de un Manolito. Agua y jabón (Anagrama) se llama y me gusta porque habla de cosas que solo le importan a ella, tan íntimas y a la vez tan comprensibles y por qué le compensa seguir por aquí. Además, está repleto de listas, a su manera, que es una cosa que me chifla. Cualquiera que me conozca sabe que si quiere alegrarme el día solo tiene que enseñarme un bien jugoso listado en vertical, por supuesto: las diez mejores ensaladillas rusas, las veinticinco mejores películas de siglo XXI, las doce ciudades de España menos visitadas, y así ad infinitum. Listas, rankings, peticiones aleatorias, me pirran.
Así que, entre Woody Allen, Marta D. Riezu, un poco Peyró, que estamos en Navidad y por aclamación popular, aquí va mi catálogo random de cosas por las que merece la pena estar vivo:
” Los viernes por la noche, las tascas con barra de zinc, estrenar calcetines, ver fotos familiares, las mil vidas de Madrid, la mesa de Nochebuena preparada dos días antes, los años de Mundial, pasear por el Retiro pero solo en otoño, la gente mayor que se cuela en el súper porque no tiene tiempo que perder, los Ramones, ir al cine por la mañana, la sensación de pulcritud al salir de la peluquería, ser del norte, ver jugar a Federer…”
(…)
Espera, espera, pero ¿tú quién te crees?, ¿qué significa esta colección de lugares comunes pequeño burgueses que dan vergüenza ajena y que además no interesan a nadie? Anda majo, que no eres ni Riezu ni Peyró; espabila y haz lo que te ha pedido tu jefa, otro listado, “a tu manera y estilo”, pero de deseos cinematográficos para 2025. Qué pereza, venga va, tú lo has querido:
Que nadie vuelva a decir que “2024 ha dado una cosecha excelente de películas”. Que todos nos acordemos de que este ha sido el año de Megalópolis (Francis Ford Coppola), Kinds of Kindness (Yorgos Lanthimos), Joker: Folie à Deux (Todd Phillips) o Gladiator II (Ridley Scott) y que centremos un poquito el tiro crítico para 2025. Que la gran –y probablemente única- obra maestra de 2024 haya sido La zona de interés (Jonathan Glazer), que se estrenó a principios de febrero, hace casi un año, nos hace ponernos un poco melancólicos.
Que, siguiendo el hilo, algún hiperactivo se tome un descanso, vaya al rincón de pensar, consulte a su orientador de ego y baje un pelín las revoluciones…perdón, no: me dicen que Lanthimos amenaza con estrenar Bugonia el próximo año, por supuesto con Emma Stone de protagonista. Otra vez será.
Que los festivales Old Money Aesthetic, a saber, Berlín, Cannes y Venecia vuelvan por donde solían, esto es, a ser paradigmas y abanderados de un cine que busca ir un paso más allá en este arte y que se alejen de su cierto aburguesamiento de los últimos años. Que cintas como Anora (Sean Baker), Anatomía de una caída (Justine Triet) o La habitación de al lado (Pedro Almodóvar) triunfen en estos certámenes le hace a uno añorar las Palmas de Oro de Apocalypse Now (F.F. Coppola, 1979) o Bailar en la oscuridad (Lars Von Trier, 2000). Se salva, por esta vez, San Sebastián y su atrevida y justificada Concha de Oro al documental de Albert Serra Tardes de soledad.
Que las críticas a Parthenope hayan sido un sueño napolitano y que Paolo Sorrentino vuelva a conectarnos, con su innata maestría, con lo orgánico, lo sensorial, la piel sagrada. También queremos que sea una pesadilla el anuncio de la cancelación del proyecto The Movie Critic, la que iba a ser la décima -y última- película de Quentin, con Brad Pitt. Los dos ‘tinos’, las grandes esperanzas del celuloide occidental, son los únicos que pueden hacer que 2025 sea, ejem, “una excelente cosecha para el cine”.
Que The Battle of Baktan Cross (Paul Thomas Anderson) con Leonardo DiCaprio, Mickey 17 (Bon Joon-ho), Maria Callas (Pablo Larraín), con Angelina Jolie, F1 (el director es lo de menos aquí, está producida por… ¡Jerry Bruckheimer!), con Brad Pitt y Javier Bardem o la nueva de Avatar: Fire and Ash (James Cameron) dignifiquen el mejor mainstream de Hollywood.
Que todos los amantes del romanticismo arrebatado de la novela Frankestein de Mary W. Shelley tengamos nuestro placebo con las revisitaciones de su universo: The Bride! (Maggie Gyllenhaal) y Frankenstein (Guillermo del Toro). Por favor, sabed leer la obra y si no, preguntad a Elisa y a sus Damas.
Que Tom Cruise y su Misión imposible: sentencia final sigan elevando el oficio de hacer películas. Cuánto le debe la industria a este hombre, grandísimo actor y productor y visionario en su arte. Por favor, Tommy, sigue corriendo y dando saltos.
De la industria patria, esperamos lo mejor de El cautivo (Alejandro Amenábar), Daniela Forever (Nacho Vigalondo) y Los tigres (Alberto Rodríguez). Pero ya que me han obligado a escribir este artículo sobre cine, me permito un capricho: llamar por el altavoz a mi adorado Julio Medem, que vuelva en sí y que nos lleve más allá del círculo polar, a la misma tierra, con su personalísima -como todas- 8.
P.D. Este es mi listado de peticiones cinematográficas para 2025. Me hubiera gustado hacer uno de restaurantes, pero qué le vamos a hacer. Me gusta demasiado el cine. Así que Feliz Navidad, o como diría Woody Allen en Manhattan, “hazlo más profundo”.