James Gunn ha roto el cristal. Ha destrozado con un martillo lo que muchos consideraban sagrado dentro del mito de Superman. Y, sin embargo, con esa ruptura ha creado algo nuevo. Algo que muchos no han entendido y están criticando. Pero que, si se observa con calma, con perspectiva y sin prejuicios, sin odio, revela una evolución coherente y profundamente emocional del personaje más emblemático de la historia del cómic.
En la película de Superman (2025), Kal-El ya no es el bebé inocente que fue enviado a la Tierra solo porque era la única esperanza de un planeta condenado. Aquí, sus padres tienen una segunda intención, más oscura y perturbadora: desean que su hijo reine sobre los hombres, que perpetúe la especie kryptoniana en la Tierra. Que no solo sobreviva, sino que conquiste. Esta decisión, tan radical, ha dividido al fandom y ha provocado comparaciones con los viltrumitas de Invencible, esos conquistadores genéticos que envían a sus hijos a otros planetas para dominarlos desde dentro.
Pero… ¿Es justo comparar a Kal-El con Omni-Man? ¿Ha convertido James Gunn a Superman en un invasor camuflado, en un conquistador disfrazado de salvador? La respuesta no es tan sencilla. Porque este no es el Superman de Krypton. Es el Superman de Smallville. Es nuestro Superman. El Superman de la Tierra. Y eso lo cambia todo.
James Gunn lo ha llevado al extremo
Desde su primera aparición en 1938, Superman ha sido muchas cosas. El último hijo de Krypton, el defensor de los oprimidos, el paladín de la verdad y la justicia, el inmigrante por excelencia. Pero si hay un hilo conductor que recorre todas sus versiones, es la tensión entre sus dos orígenes: el alienígena y el humano. Kal-El o Clark Kent. El hijo de Jor-El o el hijo de Jonathan Kent.

James Gunn no inventa esa tensión, por supuesto. Pero la lleva al extremo.
Porque al revelar que Jor-El y Lara enviaron a su hijo no solo para salvarlo, sino para perpetuar su estirpe —como una especie de Noé kryptoniano con permiso para reinar—, James Gunn nos fuerza a ver a Kal-El desde una nueva perspectiva. No como un mártir, sino como un experimento. Y eso hace que la decisión de Clark Kent al final de la película sea aún más heroica.
Porque este Superman no está luchando por encajar. No está dividido entre dos mundos. Este Superman sabe exactamente quién quiere ser. Y decide ser humano. Decide ser hijo de Kansas, no de Krypton. Decide ser la esperanza, no la consecuencia de un destino predeterminado. Decide no responder al propósito que le impusieron, sino al que ha elegido.
La historia de Superman siempre ha estado empapada de mitología. Algunos lo comparan con Moisés, salvado de un mundo en ruinas y criado por un pueblo ajeno. Otros lo vinculan con Prometeo, que robó el fuego a los dioses para entregárselo a los hombres. Hay incluso quienes lo ven como una figura cercana a Cristo: un salvador que desciende del cielo y se sacrifica por los demás.
Pero este nuevo Superman tiene ecos diferentes. Cuando sus padres lo envían con la intención de que gobierne, resuena en él la figura de otro tipo de perfil mucho más terrenal. Alejandro Magno, por ejemplo, fue destinado desde su cuna a conquistar el mundo. A fin de cuentas, la idea del «hijo del cielo» que debe someter a la Tierra tiene raíces en los mitos imperiales: el emperador que desciende de los dioses, el demiurgo que rehace el mundo a su imagen y semejanza.
Y, sin embargo, el Superman de James Gunn rechaza todo eso. Y en ese rechazo se convierte, paradójicamente, en algo aún más divino. Porque la libertad de elegir —de forjar tu identidad contra el destino— es la cualidad más humana, y también la más heroica.
La relación entre ‘Invencible’ y ‘Superman’
Cuando se desveló que los padres biológicos de Superman, en esta nueva versión, no solo deseaban salvarlo, sino también perpetuar su especie en la Tierra, la comparación fue inmediata. Invencible, la serie de Robert Kirkman, ha popularizado la figura del conquistador biológico: seres con apariencia humana, pero con poderes divinos, enviados a otros mundos para colonizarlos. Omni-Man, el padre de Mark Grayson, es el paradigma de esa brutal lógica genética: el más fuerte debe dominar. El débil debe someterse.
Y sí, durante un momento, parece que Kal-El podría ser lo mismo. Un instrumento. Un proyecto de supremacía kryptoniana. ¿No es eso lo que temían Luthor y tantos otros? Que detrás del símbolo hubiera una amenaza. ¿No le está dando la película, de alguna manera, la razón al villano?
Pero Gunn utiliza esa sospecha, ese paralelismo, para demolerlo. Porque mientras Omni-Man abraza su herencia viltrumita, Superman la rechaza. Mientras los viltrumitas creen en la dominación, Superman cree en la compasión. Mientras Omni-Man arranca corazones en nombre del deber, Superman los cura con esperanza.
Y lo más importante: no lo hace por programación. Lo hace por elección. Porque ha sido criado por dos granjeros que le enseñaron que los poderes no te hacen superior. Que ayudar no es una obligación impuesta por la genética, sino un privilegio moral. Que salvar a otros es un acto de amor, no de deber.
En ese contraste, Superman se separa de Invencible. No es el heredero de una civilización caída. Es el reflejo de una humanidad que aún cree en lo bueno. Y eso es, en última instancia, más radical que cualquier superpoder.
La secuencia más simbólica de toda la película —y la que probablemente pasará a la historia como uno de los momentos más bellos del personaje en el cine— ocurre en la Fortaleza de la Soledad. Allí, donde nació su vínculo con Krypton, donde se conserva la memoria de un mundo extinto, Superman decide quién es.
Al principio de la película, reproduce el vídeo grabado por sus padres kryptonianos. Y al final, en ese mismo lugar, pide reproducir de nuevo el mensaje. Y lo que aparece ya no es Krypton. Lo que aparece es Kansas. Lo que se proyecta no es el pasado perdido, sino el hogar que uno posee.
Este gesto lo dice todo. Superman ha reprogramado el lugar sagrado. Ha reemplazado el relato impuesto por el relato vivido. Ha convertido un monumento a sus orígenes en un santuario de su verdadera identidad. No es la sangre la que define su alma. Es el amor.
Y ahí está la verdadera revolución de James Gunn. En un mundo donde las historias de superhéroes nos hablan de legado, de destino, de linajes y multiversos, Gunn nos recuerda que lo más heroico sigue siendo elegir. Y que lo más humano que puede hacer Superman es decidir quién quiere ser.
¿Por qué Clark Kent es el mejor de nosotros?
En la mitología de Superman, hay una verdad que suele pasar desapercibida: los auténticos héroes no vienen del espacio. Están en la Tierra. Son un granjero y su esposa. Un matrimonio anónimo de Kansas que adopta a un niño caído del cielo y, en lugar de temerlo, lo abraza. Lo educa. Lo ama. Lo hace humano.

Jonathan y Martha Kent nunca han necesitado poderes para cambiar el mundo. Porque lo cambiaron al enseñarle a Kal-El que lo importante no es lo que puede hacer, sino lo que debe hacer. Le enseñaron que la bondad no es un instinto ni una orden genética, sino una práctica diaria. Que ser fuerte no es levantar tractores, sino sostener la palabra. Que ser diferente no te convierte en superior, sino en responsable.
En Superman (2025), ese legado es más importante que nunca. Porque cuando Kal-El se enfrenta a la herencia de sus padres biológicos —ese legado de dominio y reproducción—, lo que lo salva no es su entrenamiento kryptoniano ni la tecnología de su especie. Lo que lo salva son las mañanas en el porche de la granja de Smallville. Las lecciones de su padre. Su madre limpiándole las botas. La sensación de hogar que lleva dentro. Eso es lo que hace que cuando Superman decide qué historia quiere contar, elija la suya. La que vivió en la Tierra. La que le enseñó a mirar a los ojos a los demás y decir: «Estoy aquí para ayudar. Este es mi mundo y voy a salvarlo siempre».
Jonathan y Martha Kent no son personajes secundarios. Son el origen ético de Superman. Su núcleo irrompible. Y lo que James Gunn ha hecho es restaurar su importancia. No como una parte decorativa del pasado, sino como la esencia misma del personaje.
Porque si Superman es el mejor de nosotros, es porque fue criado por los mejores de nosotros.
El nuevo significado de la «S» de Superman
El escudo de la Casa de El, ese emblema en forma de «S», cobra en esta película un nuevo sentido. Tradicionalmente, ha sido presentado como el símbolo de la esperanza en Krypton. Pero aquí James Gunn lo transforma en algo más íntimo. Ya no representa a un linaje, sino una elección.

Porque este Superman no actúa por deber. No responde a un código alienígena. No quiere reconstruir Krypton. Él quiere proteger la Tierra. Ahora, la «S» es nuestro símbolo, no un recuerdo de otro mundo.
Y esto lo convierte en un héroe aún más poderoso. No porque tenga superfuerza o visión calorífica, sino porque en un mundo donde todos luchamos por saber quiénes somos, él ya lo ha hecho. Y ha elegido ser uno de los nuestros.
Por eso, su escudo ya no es solo el de la Casa de El. Es el escudo de todos los que creen que se puede elegir hacer el bien. Que ser fuerte y ser compasivo no son opuestos. Que se puede ser hijo del universo y, al mismo tiempo, hijo de la Tierra. Es el escudo de la esperanza, sí, pero la esperanza de la Tierra.
Esa es la verdadera revolución de esta película. Y es también lo que la hace más emocionante, más emotiva y más polémica.
Un héroe contemporáneo: el símbolo de una nueva generación
En el cine, en la literatura, en la cultura pop, la gran pregunta que obsesiona a los héroes modernos no es qué poder tienen, sino qué van a hacer con él. Más allá del viaje del héroe clásico, donde el protagonista suele aceptar un destino predestinado, los mitos contemporáneos han comenzado a explorar una idea mucho más compleja y poderosa: el derecho a rechazar el linaje.
Superman, en la versión de James Gunn, es uno de los ejemplos más potentes y recientes de esta nueva narrativa. Pero no está solo.
Spock, en Star Trek, vive desgarrado entre dos mundos: la lógica vulcana y la emoción humana. Durante décadas, lucha por reprimir su parte terrícola. Pero su mayor sabiduría llega cuando acepta que no tiene que elegir entre ambos: puede ser él mismo, sin rendirse ante el mandato genético.
T’Challa, el rey de Wakanda en Black Panther, hereda un trono, una tradición y una visión del mundo profundamente cerrada al exterior. Sin embargo, decide abrir su país, tender la mano, cuestionar incluso la figura mitificada de su padre. T’Challa no es grande porque repita el pasado, sino porque lo desafía.
Y Paul Atreides, en Dune, quizás sea el más ambiguo de todos. Criado como el Mesías, preparado para liderar por genética, religión y estrategia política, pero atrapado por el mismo destino que quiso evitar. Paul no logra escapar de su linaje. Y ahí reside su tragedia. Es el contrapunto oscuro al Superman de Gunn: alguien que no logra frenar la profecía y se convierte en el monstruo que temía.
El nuevo Superman toma lo mejor de todos ellos. Acepta su origen, pero no lo obedece. Sabe de dónde viene, pero elige hacia dónde va. Y, en ese gesto, nos ofrece la imagen más madura y moderna del superhéroe: ya no el elegido por otros, sino el que se elige a sí mismo.
Muchos fans han gritado «traición» ante esta nueva historia. Han acusado a James Gunn de pervertir la esencia de Superman. De alejarse del canon. De inventar motivaciones retorcidas para los padres de Kal-El. Pero…¿Y si el canon no fuera algo inamovible? ¿Y si Superman, precisamente por ser el héroe más icónico de todos, necesitara ser adaptado a cada generación?
Desde Richard Donner hasta Zack Snyder, pasando por las series animadas, los cómics y las reinterpretaciones literarias, Superman ha sido muchas cosas. Un dios en la Tierra. Un huérfano. Un periodista tímido. Un dios. Un símbolo. Cada versión ha reflejado los miedos y sueños de su época. Y esta no es distinta.
Hoy vivimos en un mundo donde las herencias pesan. Donde las identidades son más fluidas que nunca. Donde las nuevas generaciones se enfrentan a decisiones que ya no dependen de sus orígenes, sino de su capacidad para construirse a sí mismos. En ese mundo, Superman (2025) no traiciona su esencia. La actualiza.
Porque, ¿no es más inspirador un Superman que elige ser humano que uno que simplemente lo es por accidente?
Kal-El elige proteger a la humanidad, no dominarla
Los grandes héroes no se definen solo por lo que hacen. Se definen por lo que están dispuestos a no hacer. Por los límites que se imponen. Por los tronos que podrían ocupar y eligen no reclamar. Y este Superman —el de James Gunn— pertenece a esa estirpe rara y hermosa de figuras que, pudiendo reinar, deciden servir.

Porque no hay que olvidar lo esencial: este Kal-El podría haberse convertido en un dios. Su linaje se lo permite. Sus poderes lo harían posible. La Tierra, ante él, sería fácil de doblegar. Podría haber cumplido la voluntad de sus padres kryptonianos y perpetuado su especie en una nueva civilización regida por la superioridad genética.
Pero no lo hace.
Elige lo contrario. Elige integrarse, no dominar. Elige empatizar, no conquistar. Elige salvar sin imponer. Amar sin poseer. Proteger sin pedir nada a cambio.
Este gesto, que puede parecer pequeño, es en realidad monumental. Porque estamos tan acostumbrados a que el poder corrompa, que cuando alguien lo tiene todo y no lo usa para sí mismo, ocurre algo milagroso. Como si el bien absoluto, lejos de ser ingenuo, se revelara como una forma profunda de inteligencia emocional.
Por eso este Superman no necesita levantar una ciudad o detener un meteorito para demostrar quién es. Le basta con elegir no ser lo que su linaje quería. Con preferir a Jonathan Kent antes que a Jor-El. Con preferir Smallville antes que Krypton. Con elegir, en última instancia, el camino más difícil: ser humano.
Y ahí, en esa renuncia, nace el nuevo símbolo de esperanza. Uno más poderoso que cualquier rayo láser o salto cuántico.
¿De dónde surge, entonces, la polémica?
Pero, entonces, si este Superman es tan heroico, tan inspirador, tan profundamente humano… ¿Por qué ha provocado tanto rechazo?
Tal vez porque nos obliga a mirarnos en un espejo.
Durante décadas, hemos querido a Superman como un reflejo perfecto. Como una figura de orden, claridad moral, destino manifiesto. Nos reconfortaba pensar que era un dios que quería salvarnos. Que no tenía dudas. Que simplemente hacía lo correcto porque eso estaba en su ADN.
Pero el Superman de James Gunn duda. Se cuestiona. Escucha a sus padres biológicos y luego los contradice. No viene con un manual. No trae respuestas. Solo preguntas. Y, sobre todo, decisiones.
Y eso, en realidad, nos obliga a preguntarnos algo que da vértigo: si nosotros tuviéramos su poder, ¿qué haríamos?
Porque no se trata solo de láseres y superfuerza. Se trata de responsabilidad. De identidad. De pertenencia. Y de cómo, a pesar de tenerlo todo para ser otra cosa, seguimos eligiendo ser nosotros mismos.
Este Superman puede incomodar porque, por primera vez, no viene solamente a salvarnos. Viene a decirnos que podemos salvarnos solos. Que podemos elegir. Que podemos ser mejores.
En tiempos de incertidumbre, buscamos símbolos. Pero lo más revelador no es lo que esos símbolos representan, sino lo que decidimos hacer con ellos. Y Superman (2025) se convierte, sin buscarlo directamente, en una reescritura profunda del ideal de masculinidad heroica en la cultura popular.
Durante décadas, la figura del superhéroe —y especialmente la de Superman— ha estado ligada a una cierta visión de la fuerza: la invulnerabilidad, la firmeza, la autoridad. En muchas versiones, Kal-El no lloraba. No dudaba. No se equivocaba. No alzaba la voz. No se frustraba. No se sentía débil. Era recto, casi monolítico. Un dios amable, pero inalcanzable. Un padre, no un hijo.
Pero James Gunn ha roto esa coraza.
Este nuevo Superman es fuerte, sí. Pero también es tierno. Es firme, pero empático. Tiene el poder de destruir, y sin embargo se construye desde la fragilidad. Desde el amor que recibió. Desde la granja de Smallville. Desde la mirada de un padre adoptivo que no le enseñó a reinar, sino a escuchar.
Esta versión lidera con humanidad. Con el ejemplo, no con la orden.
Y ese tipo de masculinidad, en una época donde los modelos tradicionales se tambalean y donde la sensibilidad ya no es debilidad, sino madurez, resulta revolucionario. Porque ser hombre, en este Superman, no significa imponerse. Significa elegir el bien. No porque sea fácil, sino porque es lo correcto.
‘Superman’ es una respuesta al momento que vivimos
Vivimos en un tiempo roto. Lo sabemos. Pandemias, guerras, crisis climáticas, discursos de odio, polarización. En medio de todo eso, los mitos contemporáneos se han vuelto más complejos. Los héroes ya no son infalibles. No nos basta con verlos ganar. Necesitamos verlos dudar, errar, levantarse. Necesitamos verlos humanos.
Y ahí es donde Superman (2025) se convierte en algo más que una película. Es una respuesta.
Porque nos devuelve a un Superman que no necesita reconstruir edificios, sino valores. Que no salva a la humanidad desde arriba, sino desde dentro. Que no vuela para escapar del mundo, sino para protegerlo.
Un Superman que no está hecho de acero, sino de esperanza. De elección. De amor por los hombres y por su propia humanidad.
En este contexto, la polémica sobre sus orígenes se convierte en un punto de partida perfecto para hablar del mundo que no queremos. Y para imaginar el mundo que sí queremos: uno en el que, como hace Clark, elegimos ser mejores.
En el momento en que pide ver el vídeo de sus padres y aparecen, en su lugar, imágenes de Jonathan y Martha Kent, imágenes de Smallville, de campo, de infancia, de hogar… Algo cambia para siempre. Superman deja de ser un inmigrante en busca de patria. Se convierte en un hombre que ha entendido que su verdadero origen no es el planeta que lo vio nacer, sino la gente que le enseñó a amar.
Eso es lo más subversivo de esta película. No la polémica de los padres biológicos. No el paralelismo con los viltrumitas. No el canon alterado. Lo verdaderamente revolucionario es que, en un mundo que a veces se desmorona, este nuevo Superman no quiere gobernar. No quiere vencer. No quiere dejar descendencia ni reconstruir imperios.
Quiere vivir. Con nosotros. Como uno más.