Aranda de Duero es conocida por su lechazo, por su papel clave en la Ribera del Duero y por su ambiente castellano que combina tradición y modernidad. Pero lo que muchos visitantes desconocen es que, bajo sus calles estrechas y sus plazas llenas de vida, se esconde una red de túneles medievales que alcanza los siete kilómetros de longitud. Un auténtico “segundo Aranda” subterráneo, construido entre los siglos XIII y XVII, donde se almacenaba y elaboraba vino mucho antes de que existieran las grandes bodegas modernas de la comarca.
He visitado bodegas de la Ribera del Duero en otras ocasiones, pero la experiencia en el subsuelo arandino es completamente diferente. Aquí no hay depósitos de acero inoxidable ni arquitectura de vanguardia. No hay salas de catas de diseño ni tiendas relucientes. Lo que hay son pasillos excavados a mano, bóvedas de piedra, silencio húmedo y la sensación permanente de estar caminando dentro de la historia del vino.
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Un viaje al corazón medieval de Aranda
Las bodegas se encuentran en pleno casco histórico. Pasear por la superficie y luego descender unos metros bajo tierra produce un contraste curioso: del bullicio de terrazas y comercios se pasa, en cuestión de segundos, a la atmósfera fresca y casi monacal de estos túneles. Todas las bodegas comparten un elemento común: las condiciones perfectas para la conservación del vino. La temperatura se mantiene entre 10 y 12 grados durante todo el año y la humedad ronda el 85 %. Esto permitía que el vino fermentara lentamente y se guardara sin estropearse, incluso en épocas sin tecnología.

Mientras avanzaba por los pasadizos, iluminados solo por pequeñas luces indirectas, me explicaron que no se trata de un único túnel gigantesco, sino de decenas de bodegas privadas que, a lo largo de los siglos, terminaron comunicándose entre sí. Era habitual que las casas señoriales o las familias de comerciantes tuvieran su propia bodega bajo el suelo. Algunas conectaban con la de los vecinos, creando esta auténtica ciudad subterránea que hoy asciende a unos siete kilómetros cartografiados.
Bodega Don Carlos, una puerta directa al siglo XV
Entre las bodegas visitables, una de las más recomendables es la Bodega Don Carlos, situada a pocos metros de la Plaza Mayor. La visita guiada recorre galerías originales del siglo XV, con depósitos excavados en la roca y respiraderos que se abren discretamente en las calles superiores. Aquí uno puede hacerse una idea muy clara de cómo funcionaba el proceso vinícola en la Edad Media: desde la llegada de la uva hasta el enterramiento de las tinajas para el reposo del vino.

La guía explicaba con detalle cómo se trabajaba sin maquinaria, cómo se regulaba la temperatura tapando o abriendo conductos, y cómo los propios vecinos sabían orientarse bajo tierra sin mapa alguno. Al final de la visita, se ofrece una pequeña cata —sencilla pero muy disfrutona— en un espacio que mantiene la esencia rústica del lugar.
Bodega Las Ánimas, la más profunda y sorprendente
Otra opción interesante es la Bodega de las Ánimas, considerada una de las más profundas del casco histórico. Su descenso es más pronunciado que el de otras bodegas, lo que permite apreciar claramente el sistema de túneles en distintos niveles. Las paredes conservan marcas de herramientas y algunas zonas muestran cómo se ampliaron las galerías para aumentar la capacidad de almacenamiento.

Esta bodega destaca además por su carácter más “museístico”: paneles, recreaciones y objetos encontrados durante las restauraciones ayudan a comprender la importancia económica del vino en Aranda, que llegó a ser exportado incluso al norte de Europa en época medieval.
¿Una visita imprescindible en Aranda?
Sin duda, sí. No es una visita a una bodega moderna ni pretende competir con las grandes firmas de la Ribera. Es otra cosa: un viaje al pasado vinícola de la ciudad, una experiencia patrimonial que ayuda a entender por qué Aranda respira vino en cada esquina.
Salir de nuevo a la luz tras el recorrido da la sensación de haber caminado por un relato subterráneo que sigue vivo bajo los pies de los arandinos. Las bodegas medievales no solo son un atractivo turístico, sino una huella tangible de la relación histórica entre la ciudad y el vino.


