Un año después de su derrota ante Donald Trump, la ex vicepresidenta de Estados Unidos Kamala Harris recorre el país presentando su libro ‘107 Days’. Un libro que escribió como un ajuste de cuentas consigo misma. Con el Partido Demócrata. Con las mujeres que no la acompañaron. Su historia vuelve a plantear la misma pregunta que ha flotado durante más de un siglo: ¿por qué Estados Unidos aún no ha elegido a una mujer como presidenta?
Un curioso episodio marcó el camino hacia la derrota de Kamala Harris en 2024. El grupo que debía impulsarla hasta la victoria, el de las mujeres, no lo hizo. Las mismas que la ovacionaban en los mítines al ritmo de Beyoncé, no le tuvieron fe en las urnas y entre las jóvenes el desencanto fue aún mayor. El país que había tenido una vicepresidenta mujer prefirió volver a votar por Donald Trump acusado de abuso en varias ocasiones.

No era el desenlace que muchos esperaban. Harris representaba, sobre el papel, una síntesis perfecta de la nueva modernidad: es mujer, negra, hija de inmigrantes, abogada, con experiencia de gobierno. Pero su candidatura nació del agotamiento del mandato de Joe Biden. Heredó un país dividido, un partido fracturado y una economía en caída libre. Lo intentó durante 107 días, el tiempo que pasó entre el anuncio de la renuncia de Biden y su derrota en noviembre.
Historia sin final feliz
El sueño de ver a una mujer en la Casa Blanca tiene una larga historia. En 1872, Victoria Woodhull se presentó como candidata por el Partido de los Derechos Iguales, cuando las mujeres aún no podían votar. Un siglo después, Shirley Chisholm rompió otra barrera al convertirse en la primera mujer negra en aspirar a la presidencia. Hillary Clinton pareció acercarse más que nadie al puesto más importante del país. En 2008 perdió por poco la nominación ante Barack Obama. En 2016 ganó el voto popular pero no la presidencia a Trump. Su derrota abrió la puerta a la esperanza de que más pronto que tarde una mujer podría llegar al Despacho Oval.
La campaña imposible de Harris
La campaña de Kamala Harris fue un maratón acelerado. No hubo primarias. No hubo tiempo para construir un relato. Biden la apoyó, sí, pero su respaldo era producto del protocolo y no del entusiasmo. La economía no ayudaba, la inflación era una losa, y la sombra de la administración a la que pertenecía era demasiado oscura. Harris intentó presentarse como candidata de centro. Habló de estabilidad, de unidad. Pero su tono, no lograba despertar el interés de los votantes independientes tan necesarios en estos momentos. Mientras su equipo diseñaba actos con figuras del espectáculo y campañas en redes sociales, el país se movía en otra dirección.

Las encuestas predecían que el voto femenino sería decisivo. Y lo fue, pero no a su favor. Durante la campaña, se repitió la idea de que las mujeres serían su fuerza. Muchas votaron por Trump, otras se quedaron en casa, otras simplemente no creyeron que ella pudiera marcar una diferencia real. En los debates posteriores, algunas analistas resumieron el feminismo institucional como un idioma distinto al feminismo que se habla en la calle.
En los estados bisagras, muchas mujeres blancas de clase media votaron a Trump. Entre las mujeres jóvenes, la ventaja que Biden había tenido en 2020 se redujo a la mitad. El entusiasmo se desinfló entre las minorías. Harris, símbolo de una nueva era, quedó atrapada en la misma paradoja que había hundido a Clinton al representar el cambio desde dentro del sistema.

La campaña de 2024 fue un espejo de su tiempo. Brillante en estética, frágil en contenido. Harris hablaba de derechos reproductivos, de igualdad salarial, de liderazgo femenino, pero el mensaje no siempre llegaba a sus votantes. La promesa de una “presidencia feminista” se convirtió en un eslogan vacío. Harris se convirtió en una candidata prisionera de un doble compás moral que la presentaba cercana a los demócratas más exigentes, pero no populista. En los últimos tramos de la campaña, los asesores apostaron por la cultura pop. Beyoncé, Oprah, Jennifer López, un sinfín de influencers bailando su nombre en TikTok. Sin embargo, el ruido mediático no se tradujo en votos. Lo que parecía apoyo era, en parte, una ilusión. La política convertida en espectáculo. Y cuando la música se apagó, la candidata se quedó sola afirmando en las páginas de su libro. “El umbral de exigencia para una mujer siempre es más alto”.
El libro ‘107 Days’
Un año después de perder las elecciones, Harris reaparece con su libro. ‘107 Days’ no es un manifiesto político, sino un diario de campaña. Escribe sobre la prisa, el miedo, el agotamiento. Sobre su relación con Biden, sobre los silencios de su partido, sobre la responsabilidad que no asumió cuando pudo haber dicho “no”. En las entrevistas, reconoce errores. Dice que debió haber cuestionado la candidatura de Biden antes, que el país necesitaba otra energía. También habla de lo difícil que fue decidir quién la acompañaría como vicepresidente. Confiesa que consideró a Pete Buttigieg, pero temió que un binomio formado por una mujer negra y un hombre gay resultara “demasiado arriesgado” para un país aún conservador. El libro funciona casi como un ajuste de cuentas. Harris se justifica, tal vez con la intención de volver a la política y presentarse como candidata en las próximas elecciones de 2028.

Con su biografía y su discurso, Kamala Harris encarna un tipo de feminismo ilustrado, urbano, alejado de los millones de mujeres en Estados Unidos que viven fuera de ese mundo preocupadas no por el techo de cristal, sino por el precio de la gasolina, de la guardería, de la deuda universitaria, del alquiler de la casa y los huevos en el supermercado. Esa fractura no es nueva. Hillary Clinton la sintió ocho años antes. Tal vez la próxima mujer que aspire a la presidencia deberá empezar por no representar a todas en conjunto y escuchar los problemas del momento sin caer en la brecha de género.
La derrota de 2024 mantiene abiertas las heridas del Partido Demócrata. Harris lo sabe. Por eso evita hablar del futuro. Asegura que no piensa en 2028. Dice que su prioridad es “reconstruir confianza”. Sin embargo, cada presentación de ‘107 Days’ se parece a una campaña encubierta. Los auditorios se llenan. Hay aplausos, preguntas. A veces su voz se quiebra al recordar la llamada de Biden, como un personaje de Shakespeare en plena tragedia. “No sentí rabia. Sentí el silencio”, admite.

Su historia es parte de la historia de las mujeres estadounidenses en la política del país, habitan el poder sin llegar a dominarlo. Estados Unidos sigue siendo un país luchando por conseguir que una mujer lo gobierne. En un pasaje de su libro, Harris escribe: “Ser la primera significa cargar con todas las esperanzas, y también con todos los miedos”. Una frase que encierra el arquetipo de la mujer pionera capaz de abrir un camino que tal vez nunca llegue a recorrer.

