La primera prueba de fuego de la líder conservadora británica en las urnas ha dejado a Kemi Badenoch al borde del precipicio y a su partido en el umbral de la irrelevancia política. El terremoto generado por las elecciones locales parciales del pasado jueves en Inglaterra ha provocado una grieta potencialmente irreversible en el tradicional sistema bipartidista de Reino Unido y ha catapultado a Reforma, la formación del ultra Nigel Farage, a costa de unos tories en aturdimiento crónico, tras el vapuleo de las generales de julio de 2024.
Aunque resulta complicado extrapolar los resultados a escala nacional, dado el reducido número de autoridades municipales en juego y que no hubo votación en Gales, Escocia, ni Irlanda del Norte, el panorama es lo suficientemente desalentador como para desencadenar el pánico en los dos gigantes que, durante décadas, se han repartido el poder al norte del Canal de la Mancha. Las repercusiones son sistémicas y, por primera vez en la historia británica, un partido que no es ni el laborista, ni el conservador, aparece a la cabeza en una proyección nacional de un escrutinio oficial.

Según un análisis de la BBC, de trasladar las cifras del jueves al ámbito estatal, Reforma recabaría un 30 por ciento del apoyo, diez puntos por delante del Laborismo y exactamente el doble que los tories, que quedarían relegados como cuarta fuerza, por detrás de los liberal-demócratas, y con el menor nivel de voto desde que existen los registros. El contraste es de tal magnitud que Farage se ha dedicado a proclamar hasta la saciedad que Reforma se ha convertido en la verdadera oposición en el Reino Unido.
Hipérboles aparte (los conservadores son la segunda fuerza en el Parlamento británico, con 121 escaños, frente a los seis de Reforma), la percepción creciente entre los hasta ahora principales actores políticos es que Reforma es el enemigo a batir. En un contexto de desencanto ante los partidos tradicionales, los de Farage arrebatan apoyo a los tories en la derecha y los laboristas ven cómo Reforma está acaparando un paulatino control de su granero habitual entre la clase trabajadora. “Ya nadie se ríe ahora”, declaraba esta semana Farage, en relación con su proclama de que su objetivo es el Número 10 de Downing Street.
Siguiendo la tercera ley de Newton, que establece que para cada acción, hay una reacción igual y opuesta, frente a la euforia de Farage, Badenoch representa la otra cara de la moneda. Los conservadores perdieron todas las autoridades municipales que defendían y, aunque la excusa de los escasos seis meses que lleva al frente es tentadora, la líder tory optó por un prudente acto de contrición y pidió perdón por la hecatombe. Para ella, la batalla ahora es existencial, ya no se trata de su continuidad personal, algo ya abiertamente cuestionado, sino de la propia supervivencia del partido político más antiguo del mundo.

El peaje de los 14 años en el poder y el daño infligido en la conciencia colectiva por el caos de escándalos como el llamado partygate (las fiestas ilegales en Downing Street durante el confinamiento por el coronavirus), o el descabezamiento sistemático de líderes son innegables. Pero el consenso creciente, tanto en sus propias filas, como entre analistas políticos y la irrefutable demoscopia, es que Badenoch tampoco ha logrado presionar las teclas necesarias para empezar a cambiar la percepción que hay de los conservadores.
Quien es ya la cuarta mujer al frente del partido en sus más de 300 años de trayectoria es también parte del problema. Su reputación de no morderse la lengua y, según sus detractores, su capacidad de encontrar pelea en una habitación vacía habían constituido siempre un punto débil para quien estaba llamada a reconstruir la marca tory desde la oposición, pero su círculo confiaba en que este estilo combativo evidenciase su madera como líder. Transcurrido un semestre, Badenoch combina dos preocupantes tendencias: es relativamente poco conocida entre la ciudadanía, pero cuanto más la ven los británicos, más empeora su popularidad y, actualmente, su nivel de aprobación es de -22 puntos entre los votantes de Reforma, precisamente el contingente al que tiene que ganarse de vuelta y solo un 8 por ciento la ve como futura primera ministra, un tercio del volumen de electores que sí concibe a Farage en el Número 10.
Ante esta realidad, el varapalo del jueves no ha hecho más que aumentar las alarmas internas sobre si el futuro del partido depende de la defenestración de Badenoch. El propio Farage echó más sal a la herida al pedirle que siguiese al frente, como si la continuidad de la primera mujer negra a la cabeza de los conservadores fuese el mejor agente electoral para Reforma. “Por favor, no dimitas, queremos que permanezcas como líder”, declaró con burla el gran vencedor del jueves.
El escarnio es especialmente inquietante para una formación en la que las maniobras han comenzado y están relativamente a la vista, como prueban las maquinaciones manifiestas de quien había sido rival de Badenoch por el cetro tory, Robert Jenrick, uno de los grandes beneficiados de la mala fortuna de quien en noviembre le había ganado en la contienda. Las especulaciones van desde un potencial pacto con Reforma, a las confesiones a la prensa por parte de cada vez más diputados, de momento, anónimamente, sobre la necesidad de reemplazar a la líder de una formación a la que nunca le ha temblado el pulso a la hora del magnicidio, sobre todo, cuando lo que está en juego es la aniquilación electoral.