El titular del Juzgado de Instrucción Número 41 de Madrid, Juan Carlos Peinado, quebró las rodillas de los cronistas parlamentarios –metafóricamente, quiere decirse– el pasado miércoles, cuando, al poco de que arrancara la inane sesión de control, iniciara el procedimiento para que la “presidenta” (Patxi López dixit) Begoña Gómez, esposa de Pedro e hija de Sabiniano el de las saunas, sea juzgada por presunta malversación ante un jurado popular, rociando con sal las ruinas de un vodevil parlamentario insustancial e irritante.
El Artículo 125 de la Constitución reza: “Los ciudadanos podrán ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine, así como en los Tribunales consuetudinarios y tradicionales”. El socialista Juan Alberto Belloch, exministro de Justicia e Interior –habrá quien hoy, en Ferraz, lo considere fundador de Fuerza Nueva–, alumbró en 1995 la Ley del Jurado, defendida otrora en sede parlamentaria por socialistas y comunistas con el argumento de “reconocer la mayoría de edad judicial de las ciudadanas y ciudadanos de este país” y que, según Diego López Garrido, entonces en IU-Els Verds, “ha sido siempre en nuestro país una reivindicación progresista”.
Pasados treinta años, aquella “reivindicación progresista” se ha convertido en la Inquisición reencarnada, en una biopsia de la fachosfera, en un objetivo a eliminar. La realidad asusta: el presidente ha retorcido el vetusto todo por el pueblo, pero sin el pueblo, y es consciente de que una parte más que notable de la calle le detesta con toda su alma. Para muestra, sólo dos botones: el escrache de Paiporta no se olvida, y la canción del verano, según Juan Magán, ha sido “Pedro Sánchez, hijo de puta”. En estas, Bolaños, aspirante a Broncano, se pregunta si estará integrado por “manifestantes de Ferraz”, y Gabriel Rufián, semper fidelis, subraya que avisaron al PSOE de que “intentasen cambiar a una parte del poder judicial”. A una parte. Alfonso Guerra decretó la muerte de Montesquieu en 1985; los cortesanos del líder del Ejecutivo profanan su tumba.
Begoña es casus belli y Sánchez, que dice estar convencido de la inocencia de su mujer y, ya puesto, de la de su hermano David, supuesto okupa monclovita, irá con todo para defender el honor –o como se diga– de los suyos y, sobre todo, para conservar el poder. Mediado septiembre, el Universo se ha conjurado contra un presidente que remontaba: que si las pulseras fallidas, que si la Audiencia de Badajoz manda a juicio al hermanísimo, que si esa sepsis llamada Peinado informa a Begoña de que su caso se verá ante un jurado si llega a juicio, etcétera. A ver cuán efectivo es ondear la bandera palestina –por lo pronto, ya tenemos a Moreno Bonilla y a Rueda hablando, a diferencia de Feijóo, de “genocidio”–, y a ver cómo acaba la aventura del Furor P-46, el buque de la Armada reconvertido en guardaespaldas marítimo de la flotilla woodstock de Ada Colau y Greta Thunberg. París bien vale una misa, y la pentaimputada Begoña, ¿una guerra? Siempre hubo clases.
Finalmente, va mi abrazo a los futuribles nueve miembros del jurado. Me apiado totalmente de ellos: el Gobierno, Telepedro y derivados les van a someter al terrible abrazo constrictor de la anaconda. Que Dios les pille confesados.