Opinión

Distopías vividas

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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Desde el apagón de este lunes, no sé cuántas veces he leído en distintos medios de comunicación la palabra apocalipsis. Lo cierto es que en los últimos años una serie de acontecimientos un tanto distópicos — la realidad en muchas ocasiones supera a la ficción— nos han ido sucediendo, hasta el punto de que algunos chistes en redes sociales proclaman que lo próximo será la llegada de los extraterrestres. No sé si del tipo V —¿recuerdan la serie ochentera?— aquellos que parecían humanos, pero tenían una inesperada lengua viperina, o bien del tipo más tierno. E.T., o sorprendiéndonos con la impresionante nave que descendía sobre una carretera de Indiana en Encuentros en la tercera fase. Hay para todos los gustos.

Lo cierto es que parece que tenemos ya cierta aprensión a seguir viviendo lo que llaman acontecimientos históricos. Y eso que según filósofos como Zygmunt Bauman —el autor de Modernidad líquida— la del XXI es una sociedad que parece ávida de no perderse nada, vivimos inmersos en la angustia de tener que elegir, si optamos por una actividad, nos perdemos otra; si nos comprometemos con una persona, ¿cuántas otras habremos dejado de conocer? El síndrome tiene incluso nombre: FOMO (fear of missing out), ese miedo a quedarse fuera. Aunque, como antídoto, ha surgido también su opuesto: JOMO (joy of missing out), la alegría de perdérselo todo, salvo lo que hagas con la intensidad y la calma que merecen las cosas que importan. La diferencia es obvia, los acontecimientos históricos no podemos elegirnos, nos tocan y suelen llegar de golpe, con esa rotundidad de la catástrofe.

Yo empecé a vivirlos en febrero de aquel 2020 —entonces no sabíamos la que se nos venía encima— en Las Palmas de Gran Canaria, donde tuvo lugar la mayor calima que se había vivido desde que hay registros. Aquello fue como estar dentro de Retrato en sepia —con el permiso de Isabel Allende y el título de su magnífica novela—. Tengo fotos que lo atestiguan: durante tres días estuve encerrada en un hotel mientras un polvo naranja, arena del Sáhara, cubría la ciudad entera. Cuando por fin logré regresar a casa tras el caos de vuelos, llegó la pandemia. Y más tarde, en Madrid, nuestra amiga Filomena. En solo unos años, los madrileños pasamos de ver el Paseo de la Castellana como si hubiera llegado el fin del mundo, a verlo convertido en pista de esquí.

Después vino el apagón en Cuba el pasado mes de octubre, que también me tocó, aunque este, según oí, parecía Crónica de una muerte anunciada, si me permiten seguir jugando con títulos de novelas, —este de García Márquez me gusta especialmente—. Y, por último, este apagón en la Península Ibérica, que nos sumió de nuevo en las colas de los supermercados, de las gasolineras, para dejarnos cenando a la luz de las velas. En solo unas horas, la radio a pilas de mi padre se había convertido en un artículo de lujo. Al igual que el efectivo, aunque fueran 5 euros, yo no me pude comprar ni una botella de agua porque no tenía ni un duro que no fuera electrónico.

Al final, el kit de supervivencia de 72 horas del que hablaba la Unión Europea va a tener su sentido. Por lo visto, te prepara para guerras, apagones energéticos o fenómenos meteorológicos extremos, como la reciente tragedia de la DANA que también sufrimos con tanto dolor. Es por la seguridad de los Estados Miembros ante el creciente número de amenazas, alegaba Ursula von der Leyen. Y después de lo que llevamos vivido no le falta razón. Estos son los tiempos que nos tocan, parecen muy diferentes de otros, pero quizá no lo sean tanto. Siempre hemos sido vulnerables a lo que viene de lo natural y de lo humano, con o sin tecnología de por medio.

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