Por más que fuera previsible, duele cerciorarse de que este clima irrespirable de polarización, inmundicia y mediocridad en el que chapotean como cerdos nuestros políticos sigue vigente pese a todo lo ocurrido en los últimos meses. Resulta desolador comprobar que ni aprendieron la lección ni parecen acordarse de todo el daño que causan y causaron con esa actitud pueril de lanzarse los trastos a la cabeza mientras la ciudadanía sufre, huérfana de una política útil y decente, que se centre en lo importante, que les devuelva la fe en un Estado dirigido por inútiles que cada vez que tienen oportunidad les dan la espalda para enzarzarse en riñas absurdas que superan por mucho lo patético.

Hubo ilusos que pensaron que la catastrófica DANA de Valencia, que aquellos días de barro y ruina, en los que nuestros servidores públicos jugaban a lanzarse el balón de las competencias a los tejados a los que se tuvo que subir la gente para tratar de sobrevivir, habrían por lo menos servido a sus señorías para enterarse de que no cabía otro traspiés igual, que las maneras que gastaron durante aquellas jornadas costó vidas y dejó la imagen de nuestro país a los pies de los caballos. Pero nada, era eso, una ensoñación, como aquel lema pandémico del ‘Saldremos mejores’, que ha envejecido fatal, como un chiste cuñado del que nos reímos por no llorar.
La vida sigue igual, es decir, igual de fea. De nuevo se cierne sobre nuestra nación otra catástrofe y, en vez de entregarnos a la lógica de que las tragedias no tienen ideología y apartar las diferencias para remar juntos en la misma dirección, los portadores de las siglas vuelven a los garrotazos de Goya, a las baratijas de los relatos, a los discursos de bazar mientras el pueblo lucha como puede por salvar lo suyo. Luego, estos mismos lumbreras que hoy se comportan como niñatos de instituto, entonarán muy serios y preocupados sesudas reflexiones acerca de la desafección y la antipolítica. Joder, el colmo es que todavía les parecerá raro a esta panda de gañanes que la gente huya como de la peste de todo lo que huela levemente a política, después de que los dejen tirados siempre que se les necesita de verdad.
La sensación que reina es que no tenemos líderes capaces de liderar. Porque liderar no es solo dar bien en televisión, ser capaz de aprenderte el argumentario de marras y escupirlo frente a los micrófonos. Liderar no es poner cara de compungido y afectado y apretar las manos de los vecinos. Liderar, de verdad, es ser capaz de estar a la altura de las circunstancias en las duras y en las maduras, comprender que hay momentos en los que toca dejar a un lado los colores y, en un ejercicio de diplomacia y humanidad, cooperar para ser capaces de neutralizar con inmediatez lo que esté asolando a la sociedad. Lo que tenemos ahora a los mandos son carroñeros, personajes que huelen en las desgracias la sangre y van sin tapujos a tratar de sacar rédito, importándoles un reverendo pimiento lo que le ocurre al peatón.

España arde, y en los albores de los incendios teníamos a un ministro haciendo el idiota por las redes sociales, fabricando chascarrillos imbéciles de quinceañero en celo, criticando como un tertuliano en vez de arremangándose y tomándose en serio lo que venía por delante. Ese fue el inicio de todo esto. Claro, claro que se puede hablar de la previsión, claro que hay que ver quién, cómo y por qué no nos hemos adelantado a este infierno. Claro que hay que legislar para que los pirómanos malnacidos entiendan que la gracia de quemar los montes les costará varias décadas de cárcel. Claro que habrá que meter el bisturí, pero lo que no tiene ni pies ni cabeza es que se vuelva a montar un ring de boxeo, o un plató del Tomate, entre administraciones mientras los vecinos combaten desamparados la furia de las llamas, viendo como sus pueblos y sus paisajes se reducen a cenizas.
Es imposible entender que se haya tardado tanto en actuar, que no se hayan puesto desde el minuto uno todos los medios posibles, que los hay, a funcionar en parar esto. Las únicas explicaciones coherentes solo atienden al plan diabólico por parte del Gobierno Central de hacer saltar por los aires el Estado de las Autonomías. Porque no, no le cabe a nadie en la cabeza que a los días se movilicen recursos que podrían haber estado sobre el terreno desde el minuto cero. Porque no, no es de recibo que el presidente del Gobierno se active, como si no fuera con él la cosa, jornadas después, cuando todo ya está fuera de control. Y que lo máximo que acierte a decir, con un tono salvador, es que va a declarar zona catastrófica todos los territorios afectados. Amén gracias. Solo faltaba. Pero claro, a ver cómo se recibe esto con los precedentes de la Palma y Valencia.
Lo miremos por donde lo miremos, lo de estos días es la constatación de un nuevo fracaso, uno que nos enseña que para esta generación de políticos siempre hay un piso más abajo en el sótano de su descrédito. Urge desterrar a esta camada de maquiavelos de tres al cuarto que están desguazando por piezas el Estado, sembrando una desconfianza en una ciudadanía que arde de rabia al sentirse sola. Pronto, cuando los montes queden como un erial y pase el tiempo prudencial de la amnesia colectiva, la opinión pública pasará página. Pero la España real, la de los afectados, seguirá ahí, padeciendo las consecuencias de tener al frente a una cuadrilla de incompetentes. Nada de esto saldrá gratis. Pero sigan, sigan a lo suyo, poniendo la cerilla de la irresponsabilidad cerca de la gasolina de la impotencia. Ellos, tan dados a poner la mano en el fuego por sus compis, están jugando con fuego, y lo peor es que cuando todo arda, utilizarán esas mismas manos para señalar con el dedo acusador al de enfrente. La culpa será del chachachá.