Reconocer que la violencia machista es estructural implica asumir que no se trata de hechos aislados ni de conductas individuales excepcionales, sino de un problema arraigado en las propias dinámicas de poder de las organizaciones. Ese reconocimiento, sin embargo, pierde sentido cuando no va acompañado de decisiones concretas. Es lo que ocurre en las declaraciones de Rebeca Torró tras el goteo constante de denuncias de mujeres que han señalado los fallos del órgano contra el acoso del PSOE.

En su comparecencia, la secretaria de organización del Partido Socialista asume el diagnóstico: habla de una violencia “estructural”, admite que atraviesa a la sociedad y, por extensión, a las organizaciones políticas. Pero el discurso se detiene ahí. No se anuncian plazos, no se detallan compromisos verificables ni se toman decisiones claras sobre el futuro de un órgano que, según relatan las propias víctimas, ha fallado de manera reiterada en su función principal: protegerlas.
Se gestiona como una crisis política, no como una urgencia de protección
Cuando una dirigente reconoce la existencia de una violencia estructural y, al mismo tiempo, se limita a anunciar que el protocolo será “analizado” o “revisado” por gabinetes jurídicos, el mensaje que reciben las mujeres no es tranquilizador. La violencia se nombra, pero se pospone. Se reconoce, pero no se afronta. Se diagnostica, pero no se trata. El problema se gestiona como una crisis política, no como una urgencia de protección.
Ese enfoque contrasta con lo que plantean las especialistas que llevan años diseñando y evaluando protocolos contra la violencia machista en instituciones públicas. Para Cristina Mateos, socióloga especializada en violencia sexual y en la elaboración de protocolos en universidades y administraciones de toda España, el problema no es únicamente procedimental, sino cultural. “Los protocolos se tienen que aplicar en una cultura institucional en la que ha primado la cultura de la violación y la no asistencia a las víctimas”, ha señalado en distintas formaciones. Sin desmantelar esa cultura, advierte, los protocolos no funcionan.
Se tiene que desmontar la estructura
Mateos subraya que muchas instituciones han normalizado relaciones de autoridad que derivan en abuso y que, precisamente por eso, los protocolos no pueden limitarse a activarse cuando la denuncia ya se ha producido. “No basta con decir: tengo un protocolo y lo aplico. Esa estructura se tiene que ir desmontando”, explica. Para ello, los protocolos deben incorporar medidas de prevención, formación y sensibilización continuada, no solo procedimientos disciplinarios posteriores.
Desde esta perspectiva, un órgano contra el acoso no tiene como función principal perseguir ni judicializar, sino evitar que la violencia se reproduzca y que el acoso escale. Su objetivo es crear condiciones para que el abuso no ocurra y para que, si ocurre, no se normalice ni se cronifique. Actuar solo cuando el daño ya está hecho implica llegar tarde y, en muchos casos, exponer aún más a las víctimas.
La prevención es fundamental
Nada de eso aparece en la comparecencia de Torró. No hay referencias a planes de formación obligatoria, a cambios en las dinámicas internas de poder, a mecanismos de acompañamiento sostenido ni a medidas inmediatas para frenar situaciones de riesgo mientras se “revisan” los protocolos. La prevención, eje central para las expertas, queda fuera del marco del discurso.

Mantener operativo un órgano contra el acoso que ha fallado de forma reiterada no es una decisión neutra. Para las víctimas, supone volver a depositar su seguridad en un dispositivo que ya no las ha protegido. Cada día que ese órgano sigue funcionando sin cambios visibles refuerza la sensación de desamparo y de incredulidad institucional. No se trata solo de eficacia, sino de daño simbólico: el mensaje implícito es que el problema no es lo suficientemente grave como para detener la maquinaria.
Expone a las mujeres a los mismos circuitos de poder que no actuaron
Desde una perspectiva feminista, esa continuidad tiene un efecto revictimizante. Obliga a las mujeres a confiar en un sistema que conocen por experiencia propia como lento, opaco o ineficaz. Les exige paciencia, discreción y espera mientras la organización gana tiempo. Y las expone, de nuevo, a los mismos circuitos de poder que no actuaron cuando más lo necesitaban. En lugar de proteger, el órgano se convierte en un recordatorio permanente del fallo.
La revictimización no se produce solo por acción, sino también por omisión. Cuando no se suspenden cautelarmente los dispositivos que han fallado, cuando no se explican responsabilidades ni se informa a las denunciantes de los pasos que se están dando, el silencio institucional reproduce la lógica que sostiene el acoso: minimizar, diluir y postergar.
Por eso, tras una cadena de denuncias públicas y testimonios coincidentes, la respuesta no puede limitarse a anunciar revisiones futuras. Lo que tranquiliza a las víctimas no es el lenguaje jurídico, sino las decisiones políticas claras. Se habría transmitido otro mensaje si se hubiera anunciado la suspensión temporal del órgano contra el acoso mientras se evalúa su funcionamiento; la fijación de plazos concretos; la incorporación inmediata de expertas externas independientes; o la activación de medidas cautelares de protección para las mujeres que han denunciado.
También habría sido relevante asumir responsabilidades políticas, explicar qué ha fallado y por qué, y comprometerse públicamente a cambiar no solo el protocolo, sino la cultura institucional que lo rodea. Porque cuando se reconoce que la violencia es estructural, la respuesta no puede ser meramente procedimental. Tiene que ser estructural también.
Sin esas decisiones, el discurso se queda en un diagnóstico sin tratamiento. Nombrar la violencia es un primer paso. Afrontarla exige algo más que tiempo, análisis y promesas: exige actuar.
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