Desde hace días, la comunidad internacional permanecía en vilo a la espera de que Ucrania se pronunciara sobre el plan de paz anunciado la semana pasada por Donald Trump. El propósito de esta propuesta era evidente: poner -de una vez por todas- punto final al conflicto armado que asola el este de Europa desde que Rusia lanzó su invasión a gran escala en febrero de 2022. Según diversas fuentes, el documento tiene su origen en la reunión mantenida en agosto entre el dirigente norteamericano y su homólogo ruso en Alaska. Durante todo el proceso, el dirigente ucraniano –que no debe olvidarse es el Estado agredido– no fue invitado a participar en la elaboración del texto. Así pues, se confeccionó un acuerdo sobre Ucrania, pero sin Ucrania. A esta situación ya de por sí insólita, se sumó el hecho de que, tras hacerse público el plan, la Casa Blanca fijó una fecha límite –el 27 de noviembre– para que Kiev lo aceptara o rechazara. Era, en esencia, un ultimátum que obligaba al gobierno ucraniano a asumir los 28 puntos del documento o a afrontar, en última instancia, la pérdida previsible de un aliado esencial.
Sin embargo, a mediados de esta semana se produjo un giro inesperado cuando se filtró una conversación mantenida -el pasado mes de octubre- entre Steve Witkoff, enviado especial estadounidense, y Yuri Ushakov, asesor de diplomático ruso. En este distendido diálogo, ambas partes mostraban su favorable predisposición a confeccionar un plan de paz que -fuera escrúpulos- implicaría graves pérdidas territoriales para Ucrania. Hay un momento en el que, incluso, Witkoff recomienda a su interlocutor que Vladimir Putin, llegado el momento, halague a Donald Trump como “hombre de paz”. Estas grabaciones muestran la indudable cercanía que existe entre ambos países y, por supuesto, la falta o nula neutralidad de Estados Unidos, cuyo dirigente principal lleva tiempo intentando erigirse como mediador del conflicto, a pesar de que -con o sin grabaciones de por medio- ha mostrado abiertamente su especial predilección por una de las partes. Como era de esperar, las críticas han arreciado con fuerza. Y, ahora, el plazo fijado por Trump -a modo de dardo envenenado- hacia Zelenski se ha desvanecido. Rusia, por su parte, parece no tener prisa por alcanzar un acuerdo inminente. La tensión acumulada en los últimos días ha desaparecido de golpe.

No obstante, las negociaciones siguen su curso en Ginebra y todo indica que se introducirán cambios con respecto al plan original de Trump. Una grata sorpresa, dado que muchas de sus condiciones eran extremadamente controvertidas hasta el punto de que la propuesta estadounidense parecía constituir más bien un instrumento apenas disimulado de injerencia –no se aprecia un excesivo esfuerzo por ocultar el alineamiento de la Casa Blanca para con las demandas rusas–. Así pues, esta falaz iniciativa se ha ido desmontando a raíz de hechos recientes. Muchos dirigentes parecen haberse desprendido al fin de la venda que tenían ante sus ojos; una venda que, desde mi punto de vista, debió haberse caído hace ya un tiempo cuando los movimientos y propuestas de Trump con respecto a Ucrania –y también Gaza– revelaban su clara falta de imparcialidad.
Veamos, en todo caso, algunos aspectos esenciales del acuerdo primigenio. Para empezar, el plan pone de relieve que “la soberanía de Ucrania será confirmada”. La inclusión de una obviedad tan elemental resulta, cuando menos, sospechosa. ¿En qué momento es preciso “confirmar” la soberanía de Ucrania? ¿Quién ha dudado de ella y por qué es preciso recalcar esta idea? Que esta afirmación figure como punto de partida sugiere que el contenido posterior va a conllevar la introducción de alguna limitación que merme la propia esencia del Estado ucraniano. Algo inadmisible desde el punto de vista de la Carta de la Organización de las Naciones Unidas que consagra, entre otros, el principio de igualdad y no intervención. Da la impresión de que esta declaración opera bajo la premisa clásica: excusatio non petita accusatio manifesta. Pero no nos precipitemos. Vayamos poco a poco.

El segundo punto del plan aspira a resolver de un plumazo la compleja problemática histórica, así como las reclamaciones planteadas en las últimas décadas por las partes enfrentadas. Además, añade un compromiso mutuo de no agresión. Esta simplificación del conflicto resulta llamativa. Sorprende que se inste a las dos partes a no atacarse como si se tratara de un conflicto simétrico, obviando que Rusia es el Estado agresor y que su actuación implica la perpetración de un ilícito internacional. El plan de Trump no dedica una sola línea a reconocer, contextualizar o siquiera mencionar estas cuestiones elementales. Ese silencio, más que una omisión, parece una forma de querer reescribir el conflicto. Más adelante, se indica que Rusia se compromete a no invadir a terceros países y que la Alianza del Tratado Atlántico (OTAN) no seguirá ampliándose. A tal fin, se auspiciarán las conversaciones pertinentes sobre seguridad. El punto 5 establece que “Ucrania recibirá garantías de seguridad fiables”.
No obstante, sobre ello no hay detalles. A partir de ahí, el plan incorpora una serie de medidas dirigidas exclusivamente al país ucraniano que lo colocan en una posición de clara subordinación. Así, el punto 6 obliga al Estado agredido a reducir sus fuerzas armadas a 600.000 efectivos. La condición siguiente establece que Ucrania aceptará no ingresar en la OTAN ni ahora ni en el futuro, clausurando unilateralmente una opción legítima de su política exterior. Sólo con la lectura de las condiciones indicadas ya se puede concluir que el plan de Trump no es de paz, sino una capitulación disfrazada.

El punto álgido del acuerdo se halla en la cláusula 21 donde se estipula que “Crimea, Lugansk y Donetsk serán reconocidos como de facto rusos”. Para mayor escarnio, se añade que Ucrania deberá retirarse de la parte del Donetsk que aún controla. Esta región pasaría a ser una zona neutral desmilitarizada, reconocida internacionalmente como territorio perteneciente a Rusia. Jersón y Zaporiyia se quedarían en una situación muy similar. Todo ello constituye un claro disparate que nos evoca a otros episodios sombríos de la historia en los que un Estado derrotado era obligado a aceptar medidas especialmente gravosas. Así pues, no está de más recordar el tratado de Versalles firmado por Alemania tras perder la Primera Guerra Mundial; un acuerdo marcado por las durísimas condiciones impuestas al Estado que inició la guerra y que fue, finalmente, derrotado. El paralelismo con Ucrania se sostiene con respecto a la severidad de las condiciones propuestas por Trump. La hoja de ruta de Trump no lleva al Estado agresor –Rusia– a que rinda las cuentas oportunas, sino que coloca en el centro de la diana al Estado agredido –Ucrania– que se ha visto forzado a debatir en estos días si asumía o no un acuerdo profundamente lesivo para su integridad territorial y que, además, socavaba en su detrimento los principios más básicos del Derecho Internacional.
Consecuentemente, Trump quería haber consagrado la agresión como un modo lícito de adquisición de territorios. Pretendía, en definitiva, revertir la prohibición del uso de la fuerza contenido en el artículo 2.4 de la Carta de la ONU. En un momento en el que el orden internacional atraviesa una crisis evidente, propuestas de este calibre no pueden ser menos afortunadas, puesto que erosionan gravemente el sistema internacional concebido para preservar la paz y la seguridad internacional. Con todo, la filtración indicada ha paralizado este insidioso plan. Pero no debemos bajar la guardia. Habrá que estar pendientes del resultado final de las negociaciones que, antes o después, acabarán presentándose a las partes. De momento, Ucrania parece haber esquivado este jaque cuasi mate. Veremos cuánto más podrá aguantar. Y, de forma indirecta, habrá que ver si el propio Derecho Internacional es capaz de soportar –sin desnaturalizarse– la acumulación de desafíos deliberadamente maliciosos que se ciernen sobre él.



