Este viernes que comienza la Feria del Libro de Madrid, he cambiado mi pasión por los libros por otra que fue anidando en mí desde la infancia y que ha ido creciendo hasta convertirse casi en una obsesión: el mar. Así que dejé las hojas por las velas y me vine a Francia, más concretamente a Bretaña. Cada dos años se celebra la Semaine du Golfe du Morbihan, que en bretón significa “pequeño mar”, un estuario sembrado de islas, cormoranes y gaviotas. La última semana de mayo, sus aguas se llenan de embarcaciones tradicionales, que llegan desde todos los rincones.
Y no hablo de réplicas ni de parque temático: son barcos de vela reales, vivos, la mayoría de madera, restaurados con manos de artesanos que aún creen en el cuidado y en el oficio. Veleros escandinavos con aires vikingos, gabarras holandesas, botes bretones con sus velas ocres, muchos de ellos parecen sacados de un grabado romántico. Uno asiste como a una coreografía antigua que vuelve a representarse sin prisa. Hay desfiles por el mar, sí, pero también puertos vestidos de fiesta, pueblos enteros que sacan sus banderas y su sidra para recibir a los navegantes. Y música. Músicas marineras que flotan como otra forma de viento.
En esta edición somos unas mil trescientas embarcaciones para vivir la aventura de sus aguas con las corrientes más fuertes de Europa. Un reto para una navegante novata como yo, y para el resto de la tripulación a bordo de nuestro barco de madera llamado Black Sheep. Se trata de lo que llaman un jolly boat, un pequeño barco de diseño inglés de los años cincuenta, que se usaba para llevar pasajeros a tierra desde navíos más grandes. Un dinghy, como dicen los ingleses, con aires de pequeño galeón, negro y rojo y no más de cinco metros de eslora. Y en esta categoría, somos los únicos españoles que participamos.
La Semana del Golfo está considerada patrimonio marítimo de Bretaña y es todo un acontecimiento en la región. Más de mil voluntarios se vuelcan para ayudar a los participantes tanto en los diferentes puertos donde atracamos como en el mar. La hospitalidad del pueblo bretón me ha conmovido, al igual que sus tradiciones vivas, celtas. Este es un paisaje bello, donde te reciben con ostras y un vaso de sidra o vino. La gastronomía, por cierto, es exquisita, y ayuda —cómo no— a hacer la estancia aún más agradable.
El primer día de navegación, a bordo del Black Sheep, tuvo lugar ese gran desfile de todas las embarcaciones participantes. La experiencia de ver llegar en nuestro pequeño barco grandes galeones con las velas desplegadas fue como entrar en otra época. Una belleza antigua. Una coreografía de maderas nobles, velas latinas y mástiles que hablaban más de historia que de turismo. Nuestras aventuras anteriores con la Oveja Negra habían sido bastante calamitosas, como si lleváramos a cuestas la mala suerte del nombre. Dicen que no se le debe cambiar a un barco, aunque él lo haga de dueño pues trae mal fario. Así que lo mantuvimos, no sin hacerle antes una ceremonia que atrajera la buena fortuna y nos quitara el gafe. Y esta semana, el destino ha sido generoso. A pesar de las corrientes que nos han batido y del viento que ha azotado nuestro casco de madera, hemos navegado.
El mar te pone a prueba, recupera el instinto de supervivencia y saca lo mejor y lo peor de cada uno. Los miedos y las ilusiones afloran, se balancean con el vaivén de las olas. El mar une. Cuando el viento sopla y las velas se tensan parece que cada barco se conecta con el otro y todos con algo más antiguo. El último día, cuando regresábamos a puerto para sacar el barco del agua, Black Sheep viaja en un remolque, el mar quiso recordarnos quién manda. Quedamos atrapados en una de sus grandes corrientes. Desde lejos parecía una marejada menor, una rueda líquida. Pero dentro… dentro era otra cosa. El pequeño motor no pudo sacarnos. Dimos vueltas como en una rueda de hámster. Sentí el miedo. Y la fragilidad que solemos esquivar en la vida diaria. Finalmente, dejamos de luchar contra la corriente y tuvimos que cambiar de puerto, navegar es una metáfora de la vida. Como decía Joseph Conrad, el mar no cambia nunca, y su obra, por más misteriosa que parezca, no es más que una lección de verdad.