De madrugada pasé por delante de uno de esos sótanos habitados, en la madrileña calle Santa Engracia. Salía una luz fría y miré: una imagen televisiva congelada. Un sofá en el que puede que hubiera alguien tumbado, o puede que no. Una imitación de una casa. Desde el interior solo podrían ver mis pies y pantorrillas, los de cualquiera que pasase por ahí. Los perros, quizás. Los carritos, los monopatines. La decoración que podía ver simulaba lo que entendemos por la casa de un joven sofisticado. ¿Consultor, pasante? Alguien que quiere vivir en Chamberí a cualquier precio.
Alguien que tiene que vivir en Chamberí a pesar del precio. Y una imagen congelada en la que se proyecta una vida de exteriores, viajes, aventuras. Recordé el libro de historia de primero de B.U.P. en el que una noticia de finales del siglo XIX se refería al problema de salud que en Barcelona había tenido una familia obrera. Vivían en un cuarto sin ventanas dentro de un edificio para trabajadores, y el pasillo daba el retrete. La principal ventilación de esa vivienda forzosa incluía las bacterias del inodoro que diariamente utilizaban decenas de personas. Quien escribiera ese texto hacía un llamamiento a las autoridades para terminar con la insalubridad de este tipo de viviendas. En la época se hablaba de caridad. Después se podría hablar de dignidad, hace no mucho de solidaridad, y ahora mismo de empatía. Diferentes términos que se acercan mucho en significado. Las cosas cambian en este orden: circunstancias, sociedad, legislación, y realidad.
Javier Gomá dice que los avances sociales se producen cuando la población siente repugnancia hacia un hecho que considera injusto. No sé qué pasa con la vivienda, que sabemos que se cimenta sobre la indignidad que supone trabajar y no acceder a un piso en condiciones (siendo también una indignidad que cualquier persona carezca de un techo, pero con la paradoja de poder, en teoría, costearlo). Aquellos que defienden que “es el mercado, amigo” son los beneficiarios del mismo, pero también, a veces, son sus esclavos. Gente que esgrime el voto ajeno como quien esgrime una ridícula navaja para abrir latas de mejillones, pensando que puede usarla para luchar contra la realidad y la lógica.
Deseo con todas mis fuerzas que aquellos que alquilan mazmorras a precio de noche en el Four Seasons se vea obligados a vivir durante un año entre esas cuatro paredes con las que se lucran indecentemente. El problema de la vivienda está provocando un cambio social cuyos venenosos frutos no vamos a tardar en ver. El odio a la tercera edad (principal grupo de propietarios) tendrá unas consecuencias que sufrirán los que ahora, desde la juventud tardía, atacan – a veces con razón – a los jubilados. No tiene ningún sentido que un jubilado pueda ayudar a su hijo en edad de trabajar, pero que un hijo no tenga para pagar un alquiler y, al mismo tiempo, acceder a servicios básicos.
Serán esos jóvenes tardíos, los que inculcan odio en los que ahora son menores de edad, y estos menores, cuando crezcan, votarán por aquellos partidos que quieran eliminar de raíz el problema que supone tener una tercera edad que supera a la población en activo.
Aprovechar la coyuntura del mercado es un acto volitivo. Para un tenedor, renunciar a 200€ de ingresos extra al mes (cuando, pongamos, ya tiene 600€ además de su sustento principal) no hace una diferencia, pero para la persona que necesita un techo para vivir, esos 200€ son la diferencia entre poder dormir por las noches y despertarse todos los días con el corazón en un puño.
Hay muchas personas mayores (de setenta años en adelante) diciendo que “antes” vivían “con los justo”, pero no es cierto. Sus padres vivían con lo justo, no ellos. Se nos habla de frugalidad cuando la realidad es que tenemos miseria encubierta. Yo tengo la suerte de tener dónde caerme muerta. Otros no la tienen. Espero que la sociedad cambie del egoísmo atroz a algo parecido a la caridad, la solidaridad, la empatía, y la dignidad.


